Apoyada en la barandilla de esa terraza nueva que prometía guardar los secretos de nuestra historia, me enteré del secreto más grande guardado en los últimos 4 años: yo era la otra.

Allí, aquella mañana mientras esperábamos que nos trajeran la cama, nuestra cama, y con el segundo café del día en la mano, tú decidiste confesar. Al menos a medias.

Me quedé sin palabras y aún no sé como fui capaz de no derramar el café.

Te dejé de escuchar al instante, no porqué no quisiera hacerlo sino porque mi cabeza comenzó a cruzar datos sueltos: aquel mensaje que te llegó aquellas vacaciones mientras tomábamos una cerveza, aquella prima pequeña a la que tenías que cuidar que nunca conocí, aquella infidelidad que te perdone porque “fue una cosa puntual cuando estábamos empezando y no te lo conté para no estropearlo”, aquellas voces de tus amigos diciendo “niégalo todo” o aquellas tantas bodas en las que te vino tan bien que por trabajo yo no pudiera ir.

Si alguna vez mi cabeza estuvo a punto de explotar, fue aquella mañana.

Era la otra. Sin saberlo. Sin sospecharlo. O sin querer hacerlo, porque a la rabia del engaño que no dejaba ni salir mis lágrimas, se unió ese sentimiento de tonta, muy tonta, al atar cabos y darme cuenta de todas las mentiras que quise creerme.

Fui la otra y todo el mundo lo sabía. Menos yo.  Incluso ella.

Ella aceptaba compartirte, renunciar a momentos y quererte así. Ella era la que iba a las bodas de tus amigos, la que se había tomado algún café con tu hermana y la que conocía a tus padres.

Yo era la que te iba a buscar cuando la fiesta se te había ido de las manos y no podías más, la que te esperaba a la puerta del trabajo y a la que tus padres miraban con cierta ternura. Yo era a la que le regalaste aquel anillo escondido en una rosa y a la que te comías a besos en la estación en cada despedida.

Hacía tan sólo unas semanas estábamos escogiendo los muebles del salón como una pareja feliz y ahora ahí estábamos, contigo diciendo que lo sentías y yo mirándote sin conocerte de nada a pesar de los 4 años compartidos.

Que yo me había creído, o había querido creerme, todas las excusas, las situaciones esperpénticas, los motivos ridículos que llenaban nuestra relación. Que yo, a mis 23 años estaba descubriendo que los últimos años además de difíciles, habían sido una farsa. Que tú, a tus 30, estabas culpando a las situaciones que nos rodeaban y sus dificultades de ser yo la otra.

No, yo no tuve la culpa de que la vida fuera muy puta a veces y decidiera llevarse a mi padre pero tú si tuviste la culpa de engañarme cuando quizás, menos necesitaba que lo hicieras.

Que culparas a mi tristeza, a mis noches en casa llorando en la almohada, a mi duelo,  de llevar tu doble vida me pareció el golpe más bajo que pudieras darme. Por mucho que detrás dijeras que me querías mucho.

Igual me querías mucho pero no me querías bien.

Recuerdo que posé la taza en el fregadero y me fui de aquella casa cerrando esa puerta del 4ºG, G de genial que decía yo, llorando como cuando una niña pequeña corre a los brazos de su madre buscando consuelo.

Allí se quedó la tela de aquellos visillos,  el cuadro del pasillo, mi copia de las llaves y mi foto enganchada en el cristal. Allí se quedaron encerrados, los peores momentos de nuestra historia, los gritos que no te grité y la pena de quién ha perdido una partida en la que ha apostado todo.

El viejo ticket de la pizza que compartimos sentados en el suelo bajo la luz de la bombilla el día que nos dieron las llaves, se movió con el portazo.

Y el puzzle se formó. En mi cabeza todo se ordenó y me di cuenta de que nuestra historia fue la mentira más grande jamás contada. Me dolías tú y me dolía toda esa gente que había compartido espacios y momentos conmigo, sabiendo que contigo no sólo estaba yo y se lo habían callado.

Cada situación ahora tenía otro sentido, me sentía más tonta, más idiota, más pequeña.

Recuerdo que llame a la única amiga que tenía en esa ciudad y corrió a mi salvación. Ella, que no sabía nada a ciencia cierta pero se imaginaba muchas cosas, que siempre me dijo que aquel 4º G no era genial. Ella, que no sabía que decir pero que me llevó a comer hamburguesas y helado.

Prometí no volver a enamorarme, y, por suerte, no lo cumplí, aunque he de confesar que ese momento en aquella terraza cambió algo en mi forma de querer, aunque ésta siga siendo incondicional.

Pasaron los meses, ignoré tus mensajes aunque confieso que en ocasiones me costó, y yo decidí, una noche con mis amigas, que quería recuperar mi camiseta favorita.

Te escribí, me dejaste las llaves en el bar de abajo y os fuisteis de casa.

Entramos. ¿Qué coño hace mi foto aún en el cristal? Aquí, en esta casa que tiene poco de hogar, sigue todo lo que yo elegí, incluso yo sonriendo ingenua. Cogí mi camiseta favorita y algún trasto más que me habías dejado allí cerca, no escuché a mis amigas cuando plantearon llevarnos bajo el brazo todo lo que yo había comprado, arranqué mi vieja foto y nos fuimos de allí como quién se va de una guerra, agotado y con una cicatriz nueva.

Tras aquel portazo, se escondía la rabia contenida en aquella terraza, el café no derramado y los gritos que me callé.

Volví a casa, y mi madre tan sólo pudo dejarme llorar abrazada a mi camiseta favorita.