Yo tenía quince años, esa edad en la que ya no eres una niña pero tampoco una mujer, aunque tú aún no te has percatado de ello y vas sobradísima. Todos los veranos de mi infancia los pasaba veraneando en la casa de pueblo de mis abuelos, al igual que mi hermano y mis dos primas mayores, aunque cuanto más mayores, menos tiempo pasábamos allí como es normal, ya cada uno haciendo más menos sus vidas y con otros planes.

Yo me llevaba diez años con mi prima mayor, mi ídola, y una de mis cuidadoras en esos veranos infantiles. Mientras mi abuela se ocupaba de la casa, la comida y un montón de tareas más, los niños bajábamos a bañarnos bajo los ojos atentos de mi prima mayor. Muchas veces, siendo ella adolescente, directamente nos uníamos a su pandilla, que se reunían todos los días en el mismo punto de la playa.  Crecí entre ellos y eran como mis hermanos mayores, me cuidaban, me mimaban… lo típico, vamos.

 

Era como la mascota de su pandilla…

 

Pero pasaron los años. Yo ya tenía quince y aún seguía pasando mis veranos allí. Ya tenía mis propios amigos y pandilla de todos los veranos, que nos reencontrábamos en el mes de julio para pasar un par de meses maravillosos.

Mi prima mayor ya solo solía venir de visita y a quedarse algunos días sueltos, al igual que el resto de sus amigos de antaño, ya ocupados con sus respectivos trabajos y nueva vida. El único que se quedaba allí todo el verano era el mayor de su grupo de amigos, que estaba a punto de cumplir los 30 años. Él seguía pasando las vacaciones en la casa familiar. Trabajaba cerca e incluso tenía menos distancia desde allí.

Cada vez que nos cruzábamos, nos saludábamos con mucha confianza y cariño. Como os digo, le conocía desde muy pequeña y prácticamente me había criado con él.  A veces, yo estaba en la playa tomando el sol con mis amigas y él llegaba, solo, y se sentaba un rato a hablar con nosotras.

 

 

A veces, me decía que qué guapa me había puesto. Yo le agradecía y me lo tomaba como un cumplido natural de un familiar o amigo que te quiere mucho. Pero pronto esos comentarios comenzaron a pasar de lo normal: pasó de llamarme guapa a decir que estaba “tremenda”. A veces, se me quedaba mirando con lascivia y no decía nada, aunque trataba de hacerlo con su mirada. Y vaya si lo hacía…

Yo empecé a darme cuenta y creí que sería cosa mía. Pero mis amigas también se percataron y empezaron a advertirme. Y claro, teníamos todas tal pavo encima y las hormonas tan revolucionadas que lo hacíamos en plan “¡qué guay, tía!”. Él era un hombre que estaba bastante bien físicamente: rubio, con melena rizada, musculado, el típico surfero… Y, para todas nosotras, niñatas perdidas, era como una especie de sex symbol del pueblo.

 

 

Para mí, sin apenas darme cuenta, empezó a serlo también. Yo solo había tenido una relación hasta entonces: el típico primer noviete con el que no pasas de cuatro besos y de ir de la mano por la calle. A parte de este, un par de rolletes muy “lights”. Aún no había perdido siquiera la virginidad. Pero estaba aburrida: era verano y ya sabéis: cuando llega el calor…

 

Y me cameló. Me cameló no sabéis cómo. Y me dejé camelar. Pasé de verlo como un ser asexuado a convertirse en el centro de mis prácticamente recién inauguradas fantasías eróticas juveniles. Cada vez que lo veía aparecer y que sabía que nos íbamos a cruzar, temblaba, y deseaba un nuevo contacto físico: un roce “casual”, otras de sus palabras…

Él obviamente se dio cuenta. Llegó un momento en que yo ya no lo disimulaba y las risitas y miradas de mis amigas, tampoco. Y no tardó en aprovechar la situación.  Un día me invitó a bañarnos juntos… pero en otra playa. No quería que nadie nos viera por allí. Y, lo más importante: tampoco debía enterarse mi prima mayor, que seguía siendo una de sus mejores amigas.

Yo, ciega perdida y motivada con esa aventura, por supuesto acepté.  Y al día siguiente, me subí en su coche descapotable (desde prácticamente la entrada del pueblo para que nadie nos viera) y me llevó a una playa lo suficientemente lejana como para que no nos conociera nadie.

Allí, en pleno baño dentro del mar, empezamos a jugar a salpicarnos, a capuzarnos. Me cogía en brazos y yo me agarraba a su cuello, él aprovechaba para tocar culo y yo para juntar mi cuerpo al suyo. Hasta que en una de esas, ambos dentro del agua, me besó.

 

 

Fue rarísimo para mí, estuvimos no solo besándonos en el agua sino que también me estuvo magreando bastante. Yo no estaba acostumbrada a tanta rapidez y me quedé desconcertada, pero entendía que él era lo suficientemente mayor y que todo eso sería lo normal…

Yo pretendía ser una adulta ya y comportarme como tal, así que me adapté a su velocidad.

Así transcurrió el resto del verano. Nos veíamos en secreto, me llevaba a lugares lejanos y a veces, cuando sabía que iba a estar solo en casa de sus padres, yo subía asegurándome de que nadie me vería. Entonces nos dedicábamos a marranear como si no hubiera un mañana.

Solo lo sabían mis dos amigas íntimas de la playa y, como buenas amigas, siempre mantuvieron el secreto e incluso llegaron a hacer de tapadera en alguna ocasión.

 

 

Con él hice mis pinitos en varias prácticas sexuales que anteriormente nunca había experimentado. Pero ¡NO! no perdí mi virginidad con él, amigas. Me dejé llevar hasta ese límite. No sabía por qué, pero no me sentía cómoda si lo pasaba. No quería que fuera con él. Y siempre lo respetó y se «conformó» con el resto de experiencias.

Finalizó ese verano y yo le escribí una carta de despedida. Estaba mezclando sentimientos románticos pero sabía que no podía ser. Hubiera sido escandaloso, yo solo tenía quince años y él casi el doble, era muy amigo de mi prima y de toda la familia, y lo habíamos ocultado durante todo ese tiempo…

De todas maneras, él tampoco tenía lógicamente intención de nada más allá del morbo de estar con una menor como yo que se había deslumbrado con que un adulto como él se fijase en ella.

Han pasado muchísimos años y, en alguna otra ocasión, nos hemos vuelto a cruzar. Él actúa como si nada, pero a mí me cuesta mirarle a la cara. Y, lo que son las cosas, ahora me genera cierto repelús y me echa para atrás… No logro comprender qué pude verle entonces.

 

 

El otro día, y por eso me he acordado y escrito esto, recibí una solicitud de amistad suya en Facebook.

Y no tuve que pensarlo demasiado: simplemente, no la acepté.

 

Anónimo

 

Envía tus vivencias a [email protected]