Hoy quiero confesar, que diría la Pantoja. ME ENCANTAN LAS BODAS GAYS. Al menos las bodas gays a las que y0 he ido. Y no es que no me pase lo mismo con los bodorrios heterotradicionales. Gracias a Dios, mis amiguis casados la han liado muy parda en sus celebraciones. Pero no voy a mentir, los fiestones de índole homosexual son mi debilidad y a continuación os voy a contar por qué.
Los invitados están TREMENDOS. Claro, estoy hablando de bodas gays masculinas (no he tenido la fortuna de que me inviten a ninguna femenina). El noventa y cinco por ciento de los asistentes son chicos. Chicos guapos. Chicos buenorros. Chicos MUY BUENORROS. Y alegrarme la vista es uno de mis pasatiempos favoritos. Llamadme rara.
La música es lo más de lo más. El petardeo me puede. El Puma, Salomé, Camilo Sesto, la Carrá son la base de cualquier playlist de boda gay que se precie. En la última tuve la fortuna de participar en la elección de repertorio. Esas Spice Girls, Britney Spears pidiendo, por Dios, “One more time”. Las Grecas amándonos locamente. Los pelos como escarpias tengo solo de recordarlo.
Te alegran la autoestima a base de piropos inofensivos. O sea, los chicos gays te dicen sin problema lo buena que estás, lo que mola tu vestido o lo bien que llevas el pelo. No hay peligro de malentendido, ninguna doble intención (a veces por desgracia). No te regalan el oído para empotrarte (que tampoco estaría mal: INSISTO).
Restriegas cebolleta a lo grande. Vale, a lo mejor esto solo me pasa a mí, pero no creo. Directamente relacionado con el punto anterior tenemos el hecho de que quizás a mí me guste bailar arrimadita (que me gusta), pero normalmente una se corta. “Vaya a ser que este se piense”, “Luego voy a tener que aclarar conceptos”, “Que luego me llaman calientapollas”. En las bodas gays lo doy todo con Maluma, su “Corazón”, sus “Felices los cuatro” apretando cuerpo contra cuerpo y aquí paz y después gloria. Chimpún.
Me descojono viva. Reconozco que tengo cierta facilidad para la carcajada y el chorrillo de pis involuntario, pero en estas ocasiones es donde alcanzo la máxima plenitud. Y es que compartimos el amor por la barbarie, por las conversaciones sobre penes, por lo divertido y punto. Aún recuerdo una de las conversaciones en el último bodorrio que, para colmo de bienes, era cubano-andaluz. En ella, un chaval simpatiquísimo, listísimo y muy de ciencias (que me fascina el tema científico) me contaba que uno puede ser gay, entre otras cosas, por ser el pequeño de varios hermanos varones.
“Que sí, que sí” me contaba él. Que la naturaleza es sabia y que, para que no tengas que competir con tus brothers, tu madre genera una serie de sustancias que te convierten en un super macho ya en el vientre materno, lo cual incluye un super pene (y cito literalmente) y, cuando sales de ahí, pues te van los chicos.
Patidifusa andaba yo, creyéndomelo todo, porque los de ciencias y números son, en mi opinión, mucho más listos que los de letras (o sea, yo).
Hasta que va y suelta “Pero bueno, si por alguna desgracia, tus hermanos mayores mueren, la cosa ya cambia”. Ahí ya sí que no pude más de la risa y hube de espetar un elegantísimo “O sea, ¿te quedas sin hermano y, de repente, le pillas un cariño loco a los coños?”.
Pero cómo no me van a encantar las bodas gays, con maravillas como esta.
Y podría seguir justificando este amor loco, pero voy a la que, probablemente, sea la razón más importante: que cada uno viva su amor como le dé la gana. Matrimonio, concubinato, poliamor, celibato. A quién le importa, que diría Alaska.
Eso sí, elijáis lo que elijáis, celebradlo, por favor. Y si me invitáis. PUES MEJOR.