¡Manoli, para ya chiquilla que me pones los nervios de punta!‘ terminé gritando y atizándole en todo el brazo después de más de una hora en aquel bar.

Mi inseparable amiga y yo llevábamos un buen rato de nuestras aburridísimas vidas esperando a que llegase Susana, otra de las aliadas del barrio que nos había prometido un bombazo aquella misma mañana.

Si es que esta mujer lo que no puede hacer es soltarnos semejante parrafada en un audio de Whatsapp y no contarnos qué es lo que pasa. ¡Qué no, qué eso no se hace! ¡Qué seguro que al final el notición es una mierda!‘ dijo el matojo de nervios que era Manoli en aquel momento mientras volvía a cruzar las piernas dando, de nuevo, un golpe a la mesa que casi nos deja sin cafés.

Razón no le faltaba. Hacía semanas que no sabíamos nada de Susana. Nos había dejado más tiradas que una colilla después de irse a un viaje con la asociación de vecinos y haber conocido en Torrevieja a un varón que, según ella, la volvía incluso más loca de lo que ya estaba.

Ella, la mayor de todas nosotras, la que se las daba de que ningún hombre volvería a hacerla caer en sus redes, que ella ya se las sabía todas y estaba hasta el mismísimo chumino de tanta vaina. Ella, había vuelto de Torrevieja quemada como una croqueta ‘revenía’ y con un tipo jovencito y cachas debajo del brazo.

Nos había enviado una foto al grupo ‘Las Chirris’ que en un principio creíamos que aquello era Photoshop. Pero pasados los días Susana hizo bomba de humo y solo daba señales de seguir viva para enviarnos vídeos interminables de ella y su pive en diferentes circunstancias. Por lo tanto, haber recibido un audio de más de cinco minutos de idas y venidas, ‘parribas’ y ‘pabajos’… que terminaba con un ‘tenemos que quedar mañana porque vais a infartar‘ era demasiado hasta para nosotras, las reinas cotillas.

Y la susodicha apareció en el bar con unas gafas de sol que le cubrían buena parte de la cara y haciéndose como la ‘no sé dónde estoy, qué está pasando‘ cuando, al fin y al cabo, casi nos habíamos criado entre aquellas mesas. Al vernos nos saludó abanicando la mano muy exagerada. Estaba morena como un tizón y sin duda había adelgazado algo así como mil kilos (esos mismos que yo había ganado los últimos meses).

¡Ayyyy hermosas, qué ganas tenía de veros!‘ dijo Susana gritando como si estuviésemos solas en el local. Tomó asiento rápidamente y sin mediar más palabra sacó de su inmenso bolso dos sobres que puso delante de nuestras caras.

¡No! ¡Madre mía… madre mía que a esta ya se le ha ido la olla hasta Neptuno y no la recupera más en la vida! Miré a Manoli, que se llevaba una mano a la frente con gesto de ‘esto es pa’ matarte porque no mereces otra cosa‘. Y en un acto de total engaño, ambas pegamos un leve gritito de alegría mientras abríamos las cartas.

¡Qué sí, qué me caso tías!‘ nos espetó, por si no había quedado claro mientras nos enseñaba un pedrusco que parecía un meteorito brillante en uno de sus dedos.

Fue una mañana de lo más surrealista. Aquello no lo superaba ni la visita guiada al Sex Shop del barrio. Susana y su mocito, tres meses de pasión desenfrenada (porque aquellos kilos de menos olían a folleteo por todas partes) iban a pasar por el altar. Ella, por cierto, por tercera vez. Que cuando le diga yo a Paco que nos toca otra boda de esta mujer va a pensar que estoy de cachondeo, y con razón.

Tras escuchar toda la retaíla de planes bodiles que Susana ya tenía en marcha, Manoli y yo nos quedamos de nuevo solas en la mesa del bar. Se hizo el silencio absoluto hasta que yo caí en la cuenta: ¡hostias! ¿y qué carajo me voy a poner yo con este cuerpo serrano que me gasto?

Apenas teníamos un par de semanas y solo de pensar en irme de tiendas con Manoli a mi lado tocándome las narices con las distintas dietas milagro que podrían ‘ayudarme’, ya temblaba como un flan de huevo. La buena de mi amiga, por supuesto, se ofreció a ser mi fiel escudero de las compras. Pero una es perro viejo y me negué en rotundo a recorrerme un centro comercial entero para terminar maldiciendo mis curvas, esas que por cierto, mi Paco adoraba como su mayor tesoro.

Pues hija, prueba por internet, el otro día pedí yo un modelito total a esta web y encima de baratísimo, chulísimo‘ sentenció interesante Manoli tendiéndome su teléfono.

¡Cuánto tenía yo por aprender! El trabajo, la casa y mi falta total de mano con las tecnologías me habían cerrado a un mundo de ropa maravillosa. ¡Me lo estaba perdiendo todo!

Utilizamos el buscador. Ropa de fiesta, tallas grandes, vestidos. ¡Ea, mira, ciento cinco resultados!‘ me volvió a espetar Manoli con el modo listilla activado. Quería matarla y amarla a la vez, ¡maldita sea!

Tras varios minutos recorriendo aquella galería de vestidos para todos los gustos, dimos con el conjunto perfecto. Vaporoso, de colores pastel y falda con vuelo. Era el vestido que había querido toda mi vida y que mi madre me había negado siempre (¿por qué, madre? ¿por qué?).

A ver, ¿qué talla eres?‘ preguntó Manoli lanzándose sin cortarse un pelo a rebuscar en la etiqueta de mi pantalón ‘made in la feria’.

¿Y yo qué sé, mujer? Creo que una cincuenta o por ahí…

Manoli resopló volviendo al modo listilla y me explicó que el ‘o por ahí’ no valía en estas cosas. Necesitábamos medidas precisas y concretas, porque sino lo que me iban a enviar desde aquella remota tienda podía ser desde el trajecito de la Barbie hasta una carpa de circo. Apuró su tercer café solo y tiró de mí hasta su casa dispuesta a restregarme, de nuevo, que yo estoy totalmente obsoleta en esto de comprar por internet.

Pero hija mía, si yo hace algo así como treinta años que no me mido…‘ dije con cara de pena mientras Manoli pasaba una cinta métrica por mis sobacos. Ella se hacía la profesional, que parecía una concursante de Maestros de la Costura, y me mandaba callar tomando nota de cada medida.

¡Ea, ahí los tienes! Tú ahora con estos numeritos buscas en la tabla de tallar cuál es la tuya, ¡y a triunfar!‘ ¿no veis? Ganas de pegarle de bofetadas con la libretita de marras, y de amarla hasta el final de mis días.

Entonces, ¿cuáles son mis medidas si puede saberse? 90-60… ¿qué más?‘ dije oteando el garabateo de números que Manoli había apuntado en aquel papel.

¡90, 60! ¡pero muchacha, tú has visto mucho certamen de Miss España!‘ la cabrona de mi amiga del alma se descojonaba lo más grande.

¡Pues cómo no! Yo soy una 90-60… ¡tremenda!‘ clausuré abrazando mis lorcitas todavía en ropa interior.

Fotografía de portada

 

Redacción WLS