Claudia tenía una forma de relacionarse con chicos mucho más libre y abierta que cualquiera de nosotras, su grupo de amigas. Siempre anduvo con quien le dio la gana, se venía la última de la disco, empalmaba fiesta con trabajo y no renunciaba jamás a un mediodía de cervezas. Sudaba de cualquiera que se atreviera a juzgarla, pero de verdad. Poco le importaba lo que la gente tuviera que pensar de su vida, su vestuario o su aspecto.

Su personalidad era diferente de un modo reseñable, si tenemos en cuenta que vivimos en una ciudad pequeña y vamos camino de la cuarentena. Nos han martilleado con eso de “andar derechas” (es decir, ser ejemplares) para no dar carnaza al Radio Patio local. Y en todas nosotras calaron esos mensajes, menos en Claudia. Por eso mismo, por su personalidad y su estilo de vida, extraña que, al final, se plegara tanto a los convencionalismos.

Jairo

Claudia, soltera empedernida, comenzó a tontear con Jairo. Era uno de los chicos con los que solíamos salir, en el que, hasta entonces, no había reparado. Comenzaron por la coña, ya sabéis: que si yo te haría, yo te diría, contigo iría… Hasta que se sorprendieron a sí mismos buscándose y se encontraron en serio.

En aquella fase de amor romántico naciente, Claudia y yo éramos inseparables. Y Jairo me caía bien, así que le dije:

Amiga, es buen tipo. Y se le cae la baba contigo.

Resultó que Jairo era una excelente compañía para estar de bar en bar, enrollado, divertido y buen conversador. Como pareja era otra cosa. En los primeros meses/años de la relación, Jairo se reveló controlador y algo posesivo. Claudia sufrió algunos episodios de celos, del tipo tener 20 llamadas perdidas una noche de fiesta, presentarse él en el pub y discutir a grito “pelao” en la puerta.

Solo ellos saben cómo consiguieron ir limando asperezas, hacerse el uno al otro y, contra todo pronóstico, seguir juntos.

discusión miedo

“Esto no era para mí”

Claudia se casó con Jairo unos años después. Ella decidió aparcar su carrera profesional porque 1) no parecía tener problemas con ir encadenando contratos temporales; y 2) él tenía trabajo fijo. A trancas y barrancas pagaron la boda y montaron la casa. Y, meses después, ella anunció al grupo que estaba embarazada.

Fue una transformación radical y no solo por el hijo, que cambia la vida de cualquiera, sino por lo mucho que contrasta su situación actual con la que ella tenía y parecía querer. Diréis que es cuestión de madurez y de que sus preferencias han cambiado, que eso le pasa a cualquiera, pero no. No ha sido así con ella.

La vida social de Claudia, agitada, era un pasaporte a su propia felicidad. Y, de repente, se ve encerrada en una casa en la que asume más tareas que él, con trabajos que no la motivan especialmente, con un hijo que la reclama todo el tiempo y con una economía algo maltrecha. Está sobrepasada.

En vista de su actitud y de sus comentarios, hemos llegado a una conclusión: no es feliz. Ha hecho elecciones acordes a lo que se esperaba de ella o a lo que ha visto en su entorno, pero no parecen alineadas con sus necesidades y preferencias.

Claudia habla abiertamente de lo que va a hacer cuando se divorcie, aunque ni siquiera está en trámites de separación. Habla de la mierda que, para ella, es la maternidad. Y ya me ha recordado varias veces lo que le dije sobre su marido:

Tú, sí, tú. Que me dijiste que era bueno para mí.

Yo he llegado a sentir culpa. Me he prometido no volver a hacer de celestina nunca más, si es que puede llamarse así a lo que yo hice. Cuando una amiga me pregunta que qué tal su chico nuevo, le doy respuestas tan ambiguas que no hay quien las entienda.

Evidentemente, yo no tengo la culpa de las decisiones que ha ido tomando Claudia en su vida, ni de las que está tomando. Tampoco creo que la haya aconsejado mal. Lo que creo es que mi amiga es una víctima más de la presión social, y su caso me ha servido para reflexionar. Hay cosas que no tiene que hacer todo el mundo, simplemente. Y esto, que parece tan evidente, es difícil de interiorizar en ciertos contextos.

Anónimo