Lo nuestro comenzó hace tropecientos veranos, cuando éramos unos enanos que creían comerse el mundo en pantalones cortos y con las rodillas llenas de postillas.

Yo, o quizás tú, éramos el forastero que llegaba de la ciudad al pueblo de sus orígenes echando mucho de menos a sus amigos del colegio. Lo confieso, a veces te miraba raro cuando nos cruzábamos.

Tú, o quizás yo, éramos ese ser que vive todo el año en el pueblito bueno y que adoraba que sus amigos no se fueran de vacaciones a otros lugares. Lo confieso, a veces te miraba raro cuando nos cruzábamos.

Y entonces ocurrió.

No recuerdo muy bien cómo ni porqué. Puede ser que yo estuviera colocando mi colección de tazos sentada en la puerta de mi abuela, que tú pasases vacilando con tu bicicleta o que alguno de los dos recibiera un globazo lleno de agua que no iba dirigido a él pero ocurrió. Nos cruzamos y no nos miramos raro.

No lo sabíamos pero nos hicimos amigos en aquel mismo instante.

Amigos de esos que terminan el verano con el antebrazo lleno de gomas del pelo de colores, de los que se van a buscar a la puerta de casa y de los que se comparten pipas sentados en un banco del parque. Amigos de los de terminar los días con las rodillas llenas de porquería, los pelos revueltos y las camisetas manchadas.

Compartimos los helados de los domingos, las toallas en la piscina y ambos odiábamos perder al parchis. Jugábamos al baloncesto en aquel viejo aro de hierro y compartíamos el dinero para ir al kiosko en busca de gominolas.

Y sí, los adultos nos provocaban con aquello de que éramos novios, que ya llegaría septiembre pero nosotros, y nuestros ratos sentados a la sombra hablando de aquellos amores platónicos que vivían en la calle de al lado, daban buena cuenta de que no.

Nunca fuimos novios pero experimentamos con el primer beso, por aquello de la confianza. Y sí, lloramos mucho cuando llego Septiembre y no sólo porque había que volver al colegio.

Aburrimos a nuestros respectivos grupos de amigos contando nuestras aventuras y nos llamábamos, muy de vez en cuando, por teléfono.  Desde el fijo de casa, ubicado en una zona común y marcando aquel prefijo de llamada nacional. No eran conversaciones secretas ni muy largas por aquello de “niña, que no voy a pagar una conferencia para hablar tonterías” pero nos daban la vida hasta las siguientes vacaciones.

Llegar al pueblo significaba correr a tu casa.

Juntos bailamos La Bomba de King África por primera vez, creímos morir por alguna aguadilla del otro en la piscina municipal y jugamos a beber refrescos pensando que era vino porque si lo pensabas mucho, te emborrachabas. Hay que joderse.

Convertíamos cualquier rincón del pueblo en el mejor lugar del mundo y tú moto de 50 nos parecía un Ferrari. Llegaron los primeros amores y compartir una pizza los 4 nos parecía la velada más romántica del mundo.

Juntos nos recorrimos todos los pueblos de alrededor de verbena en verbena y, de nuevo, al llegar septiembre, nos despedíamos con alguna pulsera en la muñeca que prometíamos no quitarnos hasta el siguiente verano.

De las llamadas al fijo, pasamos a las cartas que nos escribíamos entre inglés y matemáticas y cuyos sobres tuneábamos con frases del nivel “corre, corre cartero para llegar a la casa del amigo que yo más quiero” para ver si el cartero se enrollaba y las entregaba más rápido.

Pasaban los años, nosotros crecíamos y seguíamos siendo amigos.

Los móviles nos lo pusieron todo más fácil y aquella página llamada Fotolog hizo que los meses de invierno, no nos perdiéramos nada de la vida del otro y que nos dedicáramos canciones de esas que creíamos que nos representaban.

Y ahora aquí estamos, más de media vida después y cada uno en su lugar de origen.

Ya no compartimos veranos y cada vez pasamos menos tiempo compartiendo un refresco en el parque pero compartimos tiempo de conexión del whatssap y brindamos con cervezas cada vez que ambos pisamos territorio amigo.

 

Seguimos reconociendo a esos canijos desdentados que se conocieron en cada carcajada que soltamos alrededor de una mesa o en cada baile que nos echamos si coincidimos en las fiestas del pueblo.

Hemos pasado, sin saber en qué instante ha sido, de ser amigos del verano a amigos de vida.

Amigos de esos que crean su propio verano, aunque se vean un fin de semana de enero.