Me he llevado más de 15 años alargando un matrimonio muerto. No había cariño ni afecto. Eran muchos más los malos momentos que los buenos y, si aguanté, fue por una razón: nuestros hijos. Porque pensábamos que tener el objetivo de criarlos era el más importante de nuestra vida y una responsabilidad que nos ataba para siempre.

Quiero contarlo para desahogarme, pero también para que revisemos de una vez por todas el concepto de familia, de lo que se considera fracaso o de lo que se entiende que es mejor para los niños y sus padres. Es urgente.

La tradición familiar

Me casé enamorada, pero, a día de hoy, dudo que lo estuviera de él. Estaba enamorada de la idea de matrimonio y de familia en una sociedad que consideraba fracaso no tenerlos. Me creía afortunada de haber encontrado a un hombre decente y trabajador que no me trataba mal, como si eso tuviera algún mérito.

Nos casamos y, al poco tiempo, me quedé embarazada de mi primer hijo. Era todo lo que deseábamos, así que, para cuando nació, el cuadro ya estaba completo. Bueno, no del todo, porque las buenas familias tienen, al menos, dos. Eso era lo que yo pensaba.

Éramos como cualquier familia. Éramos lo que se esperaba que fuéramos, sin más. Una madre abnegada, un padre trabajador y dos hijos que crecían sanos y fuertes. Detrás del cuadro, la realidad: un matrimonio que nunca fue bien avenido. Permanecíamos unidos solo por el sentido del deber familiar.

Sé que os podéis imaginar la situación porque es demasiado frecuente. Se dice que los jóvenes de hoy no aguantan nada, por eso hay tantos divorcios. Quizás haya poca responsabilidad afectiva, mucho individualismo y escaso esfuerzo por construir una relación sana, no lo sé. Pero no hay por qué aguantar.

Nosotros nunca debimos aguantar la falta de afecto durante años. La ropa limpia y planchada, la comida hecha y la mesa puesta no muestran cariño, solo sentido del deber. También era sentido del deber abrirme de piernas cada seis o siete meses, sin ganas; pasear juntos cuando llegaban las fiestas del pueblo, soportar gritos, menosprecios e indiferencia, llorar en silencio. Y, pese a todo, seguir juntos por una razón: siempre, SIEMPRE, es mejor que los niños tengan a su padre y a su madre. Los necesitan a los dos, sea como sea.

El resultado

Las gentes de mi generación siguen viendo el divorcio como un fracaso. Pero la sensación de fracaso que yo siento hoy es mucho mayor de la que hubiera tenido hace 15 después de divorciarme, si lo hubiera hecho. ¡Cuánto me arrepiento de no haber sido más valiente!

Siento que he fracasado porque he sacrificado mi felicidad por la de otras personas. Son mis hijos, lo más importante de mi vida, pero no ha merecido la pena. Ni por mí ni por ellos, porque no ha sido mejor para ellos que no nos separásemos a tiempo.

¿Qué le he enseñado a mis hijos con nuestro ejemplo? Aún no he visto el alcance de nuestros actos, pero sí sé lo que no les he enseñado. No les he enseñado a construir una relación sana basada en la complicidad, el amor y el respeto. No les he ensañado a comunicarse de forma asertiva ni a poner límites. Ni siquiera les he inculcado lo bonita que puede resultar la maternidad, porque, si es la excusa para justificar la infelicidad, se vuelve una tortura.

Nos divorciamos tarde y mal. Ahora debería vivir con la esperanza de sentir bienestar y disfrutar los años que me queden. Pero, en realidad, vivo con la culpa de haber criado a mis hijos en un ambiente como ese. Y con el temor de que sean ellos los que experimenten la culpa de que sus padres sacrificaron su felicidad por ellos. O de haberles dejado secuelas que hoy les impidan relacionarse bien con sus parejas.

Ojalá nadie tuviera que pasar por lo mismo ni lidiar con las sensaciones con las que yo lidio ahora. Que nadie viera el divorcio como fracaso, sino como liberación de una relación tóxica e infeliz que no le hace bien a nadie. Si aprendemos a pasar página sin rencores ni venganzas, siempre será más positivo que aguantar.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

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