He sido testigo del duelo posrruptura de una persona muy querida hace poco. La relación era ya insostenible y una discusión estúpida fue el punto de inflexión: metió sus cosas en bolsas y se largó. Pero, desempleada y sin ahorros, el único destino sensato era la casa de sus padres.

El primer día que fui a visitarla la encontré demacrada y languideciendo sobre su antigua cama. Allí, desparramada, hacía el mismo efecto etéreo de la ropa de cama. Lloraba como lloran las dolorosas sevillanas, con lágrimas del tamaño de gotas de lluvia de monzón. Y no tenía consuelo.

En aquella casa, sus únicos dominios se reducían a los 15 metros cuadrados de un cuarto que parecía estar en pleno desvalijamiento, con bolsas de plástico amontonadas y llenas de ropa aún por colocar. Como si aquella fuera solo una parada transitoria y no el destino final hasta quién-sabe-cuándo.

Esto te sonará dramático y exagerado, pero, ¿dónde asiento mi vida? —me dijo.

Hay algo peor que la sensación de fracaso tras la ruptura de una relación en la que invertiste energías, ilusiones y esperanzas. Y me refiero a la sensación de estar fracasando en la vida.

Una vuelta atrás

Hay testimonios más optimistas y halagüeños, como este y este. Pero, muchas veces, es inevitable ver la vuelta a casa de tus padres como un paso atrás. Con 34 años, no esperabas que tu madre anduviera deambulando para comprobar, con sigilo, que sigues respirando al otro lado de la puerta. Esperabas estar asentada, hacer planes acordes a tu etapa vital y no tener que empezar de cero.

Me preguntó por mi pobre amiga un ser querido común que, dos años antes, pasó por lo mismo. Tuvo que volver a casa de sus padres después de independizarse porque, recién terminada su relación de pareja, no le llegaba para pagar un alquiler y vivir con su salario.

—En tu experiencia vital, tener que volver a casa de tus padres es un golpe fuerte.

Y eso que él con sus padres se lleva maravillosamente. Mi amiga, en cambio, comparte espacio con dos personas que, en su propia intimidad, le parecen dos desconocidas. No tienen conexión, a lo que se suman las escenas propias de un matrimonio no demasiado bien avenido.

Genera frustración enfrentarse a una realidad: son minoría las personas que, solas, pueden permitirse vivir de manera independiente y bien en este país. Culpemos al sistema económico, a las políticas o a lo que sea. Es la realidad que vive mucha gente. Yo misma, de romper con mi pareja, me vería abocada al mismo destino.

Mujer triste frente al ordenador
Mujer triste frente al ordenador

La oportunidad

En plena catarsis, una no puede ver la oportunidad. Lidiar con el vacío que te ha dejado la otra persona, con la incertidumbre y con las pocas perspectivas de un futuro inmediato acorde a tus expectativas es mucho. Se necesita tiempo, muchas lágrimas y terapia para, siquiera, poder asirte a la cuerda que te saque del pozo. Y luego empezar una escalada ardua.

Ella está empezando a verlo como transición. Aprovechará el tiempo libre para formarse y buscar trabajo, para gestionar su crisis emocional y, cuando encuentre un empleo, para ahorrar y volver a salir de su casa. Convertir eso en un reto personal puede transformar la sensación de fracaso en motivación para salir del bache. Tarde o temprano, lo verá solo como un obstáculo más que tuvo que sortear.

A medida que se vaya recuperando, también agradecerá seguir teniendo a sus padres ahí, como red de apoyo en medio del transitar de funambulista que es la vida a veces. Todo tiene su proceso.

Azahara Abril

(Instagram: @azaharaabrilrelatos)