Mi relación con el dinero siempre ha sido un tanto tirante. Algo como comer brócoli o hacer deporte de vez en cuando. Sé que lo necesito para vivir bien, pero, si pudiera, prescindiría de él por completo.

También, seguramente fruto de mi educación católica y tradicional, hablar de dinero me resulta incómodo, poco elegante, frívolo. Casi un pecado. Porque lo importante en la vida es el amor, la amistad, la poesía. Porque el dinero no da la felicidad… ¿no?

Y admito, además, que nunca he tenido necesidad de hablar de dinero, porque nunca he pasado penurias económicas. Así que, en el fondo, no hablo de dinero porque soy una afortunada.

Hasta que me reencontré con una amiga después de muchos años. Yo venía de un período de mierda. Había roto con mi novio de hacía años por sus problemas de drogadicción, odiaba mi trabajo y vivía en casa de mis padres, constantemente infantilizada y vigilada. 

Egoístamente, al quedar con mi amiga sólo quería que me lamiera las heridas, que me dijera que pobrecita yo, que cuánto había sufrido, que no me merecía eso. Y lo hizo, claro. Pero también me habló de su vida. Y sus últimos años los había dedicado a hacerse rica.

amiga depresión

Desde la última vez que la vi, mi amiga había pasado de vivir en una humilde casita de pueblo a tener un gimnasio en casa, una nevera que le habla, muebles de diseño, una perrita de raza… y todo en uno de los barrios más caros de España. Un pisazo luminoso en un edificio señorial completamente reformado.

Mi amiga había utilizado todo su intelecto (mucho y muy grande) para perseguir un objetivo: ser dueña de su tiempo, no tener que madrugar si no quiere, tomarse vacaciones cuando le apetezca. O, como lo llaman los expertos: la libertad financiera. Y creedme, lo había conseguido. 

A todo esto se suma que vive con su pareja, un chico espectacular que la cuida muchísimo y le hace desayunos con açaí y frutas tropicales venidas de países lejanos. 

En resumen, a mi amiga le había ido genial la vida. Y, mejor aún, sabía como seguir actuando para que le fuese mejor aún. Mi amiga no tenía reparos en hablar de dinero, y no sentía vergüenza o culpa por querer tener más.

A partir de aquel día, entré en una depresión de la que aún estoy saliendo.

amiga depresión

Un motivo de peso fue el sentirme tremendamente culpable por envidiar a mi amiga, por no ser capaz de alegrarme sin reparos de su éxito, por rebozarme en mi autocompasión.

Se añade, también, el sentirme incapaz de llegar nunca a ese nivel de buena vida, en pensar que vivo bien gracias a haber nacido en una buena familia. Pero, ¿qué habría sido de mí si hubiera tenido que sacarme las castañas del fuego? Ahora estaría pidiendo en la calle, seguramente.

Me despierto cada día deseando vivir como mi amiga y, a la vez, sintiéndome totalmente incapaz. El dinero no da la felicidad, no. Pero no saber ganarlo por una misma sí puede hacerte infeliz.