Hay días en los que me despierto sintiéndome tremendamente empoderada. Me miro al espejo y me veo guapa. Me maquillo y el eyeliner me sale a la perfección. Abro mi armario e instantáneamente encuentro el outfit ideal. Salgo a la calle, me pongo los cascos con música y tengo confianza en mi misma, como si fuese la protagonista de un videoclip.

Otros días me quedaría en la cama. Me miro al espejo y odio lo que veo. Me maquillo y el corrector de ojeras se cuartea, el eyeliner me sale ocho veces mal y se me irritan los ojos, y el pintalabios queda como el culo porque tengo los labios agrietados. Abro el armario y no sé qué ponerme. Ochenta prendas de ropa y no me gusta ninguna, ¿cómo es posible? Salgo a la calle y ninguna canción me convence, además voy incómoda porque no termino de estar a gusto con la ropa que llevo. ‘Ojalá el día acabe rápido’, pienso.

Entro en el autobús y me siento. Saco el móvil del bolsillo y hago clic en el icono de Instagram. Hoy, que me siento como una mierda, no me apetece ver a todas esas influencers maravillosas que suben fotos con el hashtag #nomakeupday y aun así se ven preciosas. ¿Por qué yo tengo tantas ojeras? ¿De verdad no hay ninguna influencer en Instagram con unas ojeras parecidas a las mías? Sigo bajando en el feed hasta que llego a mi parada.

A la hora de comer saco mi tupper de judías con patatas, que me han quedado sosas. Desbloqueo el móvil y vuelvo a la misma rutina de cotilleo. Ahí está esa influencer comiendo un plato de pasta en una plaza de Italia. No me da el sueldo ni para ir a Albacete, chiquis. Los viajes no acaban ahí. Nueva York, Londres, Berlín, Dubai, Ámsterdam, Los Ángeles… ¿Cuándo fue la última vez que salí de España? Ah sí, cuando fui a Miranda del Duero en Portugal.

Llego a casa y ceno algo rápido, porque estoy que me caigo de sueño. Me apetece ver una serie en Netflix, pero sé que si lo hago acabaré roncando en el sofá. Envejecer es que tus padres no estén para llevarte a la cama. Total, que apago la tele y me tumbo en la cama, no sin antes mirar Instagram durante 10 minutitos que cunden mucho. Fotos con amigas en fiestones, con novios super guapos, con vestidos que no sacan ni un puto michelín. Mientras tanto yo estoy con un moño que parezco la yonki del barrio, unas ojeras por los suelos, y un pijama viejo de Naranjito.

La vida a veces se me hace cuesta arriba.

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Llega el fin de semana y voy a ver a mis padres. Mi sobrina sale corriendo a darme un abrazo. Me dice que de mayor quiere ser como yo. Mi hermano y su mujer nos dicen que van a tener otro bebé. Se nos saltan las lágrimas. Mis padres me abrazan. Por la noche quedó con mis amigas de toda la vida. Al día siguiente vuelvo al curro y mi jefa me felicita por un buen trabajo. Después quedo con mis compañeros para tomar algo y cotillear. Ligo en Tinder. Vuelvo a casa y me pongo una película. Con ojeras, michelines, fréjoles con patatas y mi pijama de Naranjito soy feliz.

No sabemos lo que hay detrás de una pantalla. Puede ser bueno o no. Tal vez todas esas fiestas y todas esas amistades de las influencers son lo más falso del mundo, tal vez no. Lo único que podemos hacer es preocuparnos de lo que tenemos en nuestra vida. No quiero perder más el tiempo comparándome con una tía que no conozco cuya vida ni me va ni me viene. Depositar mi autoestima y mi felicidad en el estilo de vida de una desconocida es absurdo, y yo ya me he cansado.

Hoy yo soy mi propia influencer. Hoy mi felicidad y mi tristeza dependen de mí.