Aventuras y desventuras de una gorda en el gym

 

Bombardeada por la operación bikini tomé la maravillosa decisión de apuntarme a un gimnasio. 

Acababa de abrir uno muy chic, moderno e instagrameable, con horario amplio, coaches y clases mil. Me dije a mi misma, venga, ahora sí, esta vez te vas a poner en forma, no hay excusa que valga. 

El primer paso es pedir información. Ya solo cruzar la puerta me pareció complicado, no porque fuese una entrada difícil ni mucho menos, sino porque constantemente iba cruzándome con gente de revista (o eso me parecía). 

No había visto tanto musculo desde el día que nos enseñaron la ilustración de anatomía del cuerpo humano en el colegio. 

Me invadió ese típico olor. Ese olor como a sauna con plástico y batidos de proteínas y esa música de after que no sabes si vas al gimnasio o al guardarropa de la Factory. 

Al verme tan perdida se me acercó una chica maravillosa, divina y con tantos colores flúor que parecía sacada de un videoclip de Alaska, eso sí, perfectamente conjuntada. Me enseñó las instalaciones y me ofreció un personal trainer. En fin, a pesar de estar absolutamente abrumada, seguía motivada y al ver que había clases de zumba pensé que podría ser divertido. 

Con la adrenalina a tope lo hice: me até como un matrimonio concertado en la primera cita, firmé… ¡por dos años! ¡A la piscina! Sí, amigas. Firmé dos años de permanencia, lo hice. 

De camino a casa paradita obligatoria en Decathlon para preparar lo necesario. Era hora de comprar unas zapatillas y un par de conjuntos que no me hicieran sentir tan fuera de lugar, así que con un par de leggins y unas zapatillas molonas me di por satisfecha. Aunque sabía que lo fosforito era lo más en las salas de gimnasio, las camisetas de propaganda viejas y gigantes que tenía en el cajón merecían otra oportunidad antes de convertirse en pijamas.

Y llegó el ansiado primer día. Estaba más perdida que el pendiente que se me cayó en la playa en el verano de 2005. 

Ahí estaba él, Álvaro. Metro noventa de pura fibra, parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Bronceado perfecto, tan perfecto que casi parecía natural y esa piel… ni el  filtro parís hace tan buen trabajo. Cada vez que sonreía tenía que ponerme gafas de sol, y además desbordaba una simpatía -un tanto inquietante- que sobrepasaba los límites humanos.

Me dio mi rutina de ejercicios junto con la hojita de dieta, una de esas que llevo coleccionando desde los diez años.

Cuando Álvaro me dijo: “súbete a la báscula” todo a mi alrededor se congeló por un instante. A mí eso me sonó a insulto. Maldita báscula inteligente que me mide la grasa, agua, masa ósea, músculo y hasta las ganas de vivir. Era como aquella pesadilla recurrente de estar desnuda delante de todo el mundo. 

Me subí a pesar de que me parecía mejor plan subir el Everest en chanclas. La máquina maldita chivata dijo: “tipo de cuerpo: OBESO” sin anestesia y en el centro de la sala de máquinas.

Tras la sorpresa inicial comenzó a retumbarme la palabra OBESO, OBESO, OBESO… Con la autoestima por los suelos, la botella de agua y mi toalla de microfibra me arrastré a cada una de las máquinas de cardio que ponía el dichoso papelito. 

Cada vez que Álvaro corregía mis movimientos me entraban ganas de clavarle una pesa en el ojo. La cinta de correr, la bici estática, la máquina de remos y… la elíptica. Condenado instrumento de tortura. 

Mi pánico de poder caerme delante de todos por no saber coordinar pies y manos era tal que me olvidé del esfuerzo que estaba haciendo, y en consecuencia de la cascada de sudor que nació en los primeros 5 minutos e inundaba mis ojos (eso también duele). Pero nada de esto me impidió acabar el cardio, con lo que muy orgullosa me fui a la zona de los adultos, donde están los forzudos y las forzudas poniendo a tope las endorfinas. Fui con ganas de llorar y mandar todo a la mierda, pero hice las series…haciendo trampa eso sí cuando el tal Álvaro no miraba.

Por fin llegó el ansiado final del día: el momento ducha. No sabía que eso podía ser peor… OMG ¡las duchas eran compartidas! Pero ¿dónde están las mujeres como yo? No sabía que existían esos cuerpos sin usar Photoshop. Me di la ducha más rápida del oeste en compañía de mis lorzas y mis pelos. Salí huyendo como un lechoncito untado en aceite… aunque fuera bodymilk. Por fuera parecía que me sentía bien, como si eso me hubiera hecho mejor persona. Pero en realidad salí odiándome. 

Mi gordura no me suponía tantos problemas desde que veía el vientre plano de Britney Spears en la “Superpop”.  

Al día siguiente, con unas agujetas que parecía que había pasado la noche dando vueltas en la turbina de un avión, pero sin perder la esperanza de llegar a disfrutar del gym como la gente fit, decidí ir a clase de zumba y de yoga. 

Dispuesta a todo, me relajé al ver que en la puerta de la clase de yoga las señoras me doblaban la edad, pensé “juventud, divino tesoro…no me falles ahora”. 

Paso uno, quitarse los zapatos, ¡!WTF!! No contaba con ello y mis calcetines “aquí hay tomate”, pero no pasa nada, namasté-y-palanté. Empezamos con unos minutos de relajación, eso sí que era una maravilla…pero tenía la sensación de que iba a ser la única con los ojos cerrados y que cuando los abriera iba a comprobar que todos me miraban y cuchicheaban sobre mí o mi tomate. No fue así, pero pasamos a la acción: saludo al sol, perro boca arriba, el niño… mil posturas para las que me hacían falta algunos huesos. Era como intentar doblar una encimera de mármol. Salí adolorida y asfixiada…pero no me iba a ir sin probar la clase de zumba.

Bailar siempre me ha gustado y creo que no se me da mal… Llega el instructor, otra vez Álvaro, mi peor pesadilla. Era el momento de demostrar que no era una momia rellena y que podía moverme. Empieza el calentamiento…ya me estaba ahogando, pero llegó la música, ¡¡a bailar!! 

Me puse en lo que yo pensaba que era un sitio estratégico para no ser el centro de atención. ¡¡NOOO!!! ¡espejos! Miro a la derecha… ahí estoy yo… a la izquierda… también yo, delante… vuelvo a estar, detrás, ¡incluso arriba! 

¿Qué clase de broma pesada es esta? Bueno, empieza el temazo… si ellas iban a la derecha, yo iba a la izquierda. Si daban una vuelta me estrellaba con alguien. No sabía si fallaba más mi cuerpo o mi cerebro. Qué estrés al escuchar, 5,6,7, y…. hora de moverse. 45 minutos de angustia, pero de algún modo me animé a volver y volver y volver. 

Pase a tomar café con esas maravillosas señoras que me doblaban la edad y me animaban los lunes y los miércoles a seguir. Las máquinas solo me volvieron a ver para cruzar con la cabeza bien alta a la sala de baile; Encontré mi sitio en el gym, pude quitarme la vergüenza y sentirme libre y yo misma. 

Tenía la lista de Spotify con los éxitos de zumba del momento, a pesar de considerarme más de rock que de bachata iba repasando con los cascos cada uno de los movimientos en mi cabeza deseando que llegara la próxima clase.

Está claro que gordas o no siempre podemos que encontrar nuestro sitio, nuestro momento de bailar.

Cristina Traeger