Mi educación sexual de niña fue prácticamente nula. En el colegio, de monjas, era un tema tabú. En casa, lo único que recuerdo fue un día, ya con 15-16 años, ver algo en la tele y que nuestra madre nos dijera que si algún día necesitábamos preservativos podíamos pedírselos. Yo le respondí que, ya que sacaba el tema, a mí me podían hacer falta, y me contestó que ella no iba a hacer frente a mi alta demanda. Mi experiencia con el sexo hasta ese momento había sido una única vez, en la que no sabía bien qué teníamos que hacer. Me puse encima y, sin moverme ni nada, suponía que eso me tenía que gustar. 

A pesar de eso, afortunadamente, no he tenido grandes problemas con el tema. He ido aprendiendo por mi cuenta, sin recurrir a fuentes demasiado confusas y creo que lo disfruto con salud y plenitud. Pero tenía claro que con mis hijos iba a hacerlo diferente y la educación sexual iba a estar presente desde que nacieran. Así que desde pequeños es algo que hemos tratado con naturalidad, ofreciéndoles información adecuada a su edad y abierta a responder todo tipo de preguntas.

Pero claro, no niego que, en parte influida por la falta de referentes, haya momentos de ¡tierra trágame! Y eso fue un poco lo que me pasó cuando tenían 6 y 10 años y encontraron un preservativo (¡¡cerrado!!) en el coche. Les llamó la atención, obviamente, y me preguntaron qué era eso. Respiré hondo, conté internamente unos milisegundos, y acerté a responder: ¿vosotros qué creéis que es?

Por supuesto que sabían de su existencia y más o menos para qué servía, pero nunca habían visto ninguno.

La mayor respondió que parecía una muestra de crema hidratante para la cara. La verdad es que así en el paquetito metido y como solamente viene escrito el nombre de la marca, podría serlo perfectamente. Durante unos instantes pensé en dejarlo así, darle la razón y seguir como si nada. Pero recapacité y creí que lo mejor era aprovechar la circunstancia para que, de manera natural y sin forzar la situación, supieran un poco más sobre ese globito de látex que en algún momento tendrán que usar. Además me horrorizaba pensar que se quedaran con esa idea y delante de sus amigos o amigas dieran una información equivocada por mi culpa.

Así que les respondí tal cual: es un preservativo, un condón. Les volví a recordar para qué servía y procedí a abrirlo.

Les pregunté si querían tocarlo y me dijeron que sí. Se sorprendieron con lo pegajoso que era, por la lubricación, y también de todo lo que se podía estirar. Les expliqué que había diferentes tamaños y que se adaptaba perfectamente. A la niña le dije que, cuando llegase el momento, ella tendría que responsabilizarse JUNTO A SU PAREJA, de usarlo correctamente y de tener siempre alguno en buen estado. Y al niño le dije que no debía esperar a que la chica o el chico le pidiese que se lo pusiera, que era algo que también tenía que salir de él y, por supuesto, también tenía que responsabilizarse de su buen uso y llevar al menos uno en sus citas. (“Traumitas” de una madre activa sexualmente que se ha encontrado con demasiados tíos que decían no tener ninguno en el momento de necesitarlo).

Sus caras reflejaban algo de asombro, por la nueva información recibida, pero también bastante neutralidad. No necesitaron en ese momento hacer ninguna pregunta más, y seguimos con nuestras vidas tan tranquilamente. Mi primer contacto con un preservativo fue justo cuando iba a usarlo. Nunca antes había visto tan de cerca ni tocado ninguno (se lo tuve que poner yo al chico, como buenamente pude, ya que él se apañaba peor que yo). Andábamos los dos igual de perdidos y fueron demasiadas experiencias nuevas en un momento.

Una vez pasado el apuro inicial cuando vi a mi hijos con un condón en la mano y preguntándome qué era eso, me alegré de lo sucedido. Ni me juzgaron, ni se asustaron, ni por supuesto corrieron a usarlo antes de estar preparados solamente porque hayamos hablado de ello.      

 

AROH