Pasé toda mi adolescencia siendo delgada y en buena forma física gracias  al deporte que practicaba, pero ni siquiera me di cuenta.  

Jamás me ponía camisetas cortas ni pantalones demasiado pequeños y no  valoré lo suficiente los pechos que la naturaleza me había regalado; turgentes,  ni muy grandes ni pequeños y con sus dos hermosos pezones mirando al  frente, y no bizcos como los tengo ahora. 

Comía lo que quería y cuanto quería y si caminaba en vez de coger el bus,  perdía dos o tres kilos, o sea, una utopía a día de hoy. 

La báscula no me llamaba a gritos, los tobillos no se me hinchaban, los  muslos casi no se besaban, y podía comprar ropa barata sin probármela  porque me sentaba bien.  

Ahora me doy cuenta de lo poquito agradecida que era en esa época con mi  precioso cuerpo, porque, a pesar de estar lleno de belleza, energía y poderío,  me empeñaba en no quererlo y en esconderlo por inseguridades ridículas que  parecían ser un mundo en ese momento. 

Cincuenta y siete kilos pesé hasta los veintidós años. Ahora me parece  increíblemente poco lo que entonces era mi estado normal. Entonces me independicé y descubrí que mi relación con la comida no era  del todo normal ni saludable cuando era yo la que controlaba lo que comía.  Los anticonceptivos orales también hicieron su parte en la subida de peso,  pero sobre todo fueron los hábitos alimenticios que desarrollé fuera del control  nutricional de mi madre. Por fin podía tomar la cantidad que me apeteciese  de salsas, dulces y demás guarrerías que me flipaban, o comer comida rápida  todos los días o casi no comer en todo el día (el curro a tiempo completo que  no me dejaba tiempo para nada) y después ponerme ciega en la cena y meterme en la cama masticando el último bocado de hamburguesa o de kebab. Al principio subí cinco kilos, la cara se me veía más mona y sesenta y poco  era un buen número para mi altura, así que no me preocupé nada de lo que le pasaba a mi cuerpo y por su puesto a mi cabeza, ahora sé que los dos son  hermanos siameses inseparables y que deben cuidarse y quererse  mutuamente. 

Los cinco kilos se convirtieron en diez, el sesenta por ciento de esa subida  se quedó a vivir en mis tetas, toda la ropa me apretaba y empezó a asustarme  lo cerca que estaba del número setenta porque sabía, imagino que, por cultura  general, que si pasas a ese número ya no eres digna de nada y seguirás  sumando kilos que ya no podrás volver a perder. 

Procuré retomar el deporte que había abandonado por carrera y trabajo y  comer mejor, pero la constancia y la motivación no son mi fuerte y cuando  rondaba los treinta pasaba de los ochenta kilos y los setenta parecían un buen  número al que volver. En aquella época no me pesaba jamás en casa y mi  outfit diario se basaba en mallas negras y camisetas anchas.  

No me reconocía en el espejo casi nunca y cuando lo hacía me parecía  repulsivo lo que veía, así que dejé de mirarme. Conocidos, amigos y familiares  comentaban el cambio que había pegado y me regalaban consejos que no había  solicitado y más razones para sentirme una mierda rellena de más mierda. 

Traspasé el negocio que tanta experiencia y ruina me había regalado y me  planteé el objetivo de buscar a la chica que solo podía reconocer al mirarme a  los ojos, la que estaba tras esos kilos de más, esa que tenía sueños y amor  propio, la que amaba el arte, la cultura, la naturaleza, la que podía cruzarse  de piernas cuando se sentaba, mantener el equilibrio al ponerse o quitarse las  bragas, la que no se recolocaba constantemente los molletes pechuguiles  dentro del sujetador, la que podía vestir un vaquero y una camiseta y sentirse  cómoda y preciosa. 

Empecé por procurar aceptar el punto en el que estaba y me deshice de los  pantalones pequeñísimos que aún guardaba por si se obraba un milagro y un  día me pasaban de la rodilla. 

Con más tiempo y motivación, comencé a disfrutar cocinando y comiendo  rico y sano y, para cuando me propuse ser madre había bajado a setenta y dos  kilos, tenía más confianza y energía, vaqueros de mi talla que me  sentaban bastante bien y un bonito proyecto entre manos.

El embarazo llegó prácticamente cuando lo planeamos, pero un aborto hizo  tambalear los cimientos de la pequeña fortaleza que había conseguido  reconstruir dentro de mí y en el duro proceso hasta el legrado y la espera  hasta volver a intentarlo, volví a acercarme a los redondos ochenta en solo  tres meses. 

Enseguida volví a quedarme embarazada y, aunque al principio no subí  mucho de peso, en el tercer trimestre se dispararon los kilos como si se  hubiesen despertado de repente y en nada me planté en los noventa y dos.  

De ese último mes antes de parir, ya con el peso máximo que he tenido, tengo el recuerdo de dos feos episodios, relacionados con mi peso, que me  provocaron ira, llanto e impotencia. 

El primero, en un paso de cebra, un coche pasó a toda velocidad  poniéndonos en peligro a varias personas y cuando le gritamos que tuviese  cuidado, el copiloto asomó la cabeza y me gritó un ¡GORDA!, tan gratuito e  innecesario, que me dolió muchísimo. 

El segundo, cuando estaba en el supermercado de mi pueblo, una vecina al  verme se puso a hacer aspavientos y a decirme lo gordísimo que tenía el  culo…, ¿en serio cree la gente que las demás no tenemos espejos ni conciencia  de cómo es nuestro cuerpo?, uff!, rabia es decir poco… 

Solté a mi hermoso bebé y diez kilos, y durante un año mantuve esos  ochenta y dos impertérritos e inamovibles kilos, acompañándome en la  aventura del amor incondicional y los retos vitales que supone ser madre, sin  tiempo para ducharme y sin dormir más de hora y media seguida. 

Pero mi pequeño crecía y yo quería poder jugar con él sin que fuese un reto  sentarme y levantarme de la alfombra y sin sentirme agotada en los primeros  tres minutos, así que, con la motivación externa de “hacerlo por mi niño”,  comencé a pesar y controlar calorías y a caminar empujando la silla cada día  al menos dos horas. Bajé quince kilos en tres meses y me sentía genial, así  que seguí controlando cada comida hasta que bajé a sesenta y un kilos. 

Las personas de alrededor, o me preguntaban si estaba enferma o me  decían lo guapa que estaba, porque obviamente, con más peso estaba muy  fea…

Totalmente irreal e imposible de mantener en el tiempo los casi sesenta  kilos, lo sé, pero fui consiguiendo mantenerme entre los sesenta y cuatro y los  sesenta y siete bastantes años, hasta que volví a cargarme de excesivo trabajo,  dentro y fuera de casa y volví a olvidarme de mi.  

Tengo que decir que, en todos estos cambios y subidas y bajadas de peso,  nunca amé mi cuerpo ni lo idolatré como se merece y nunca le dije a nadie que  no se opina sobre el cuerpo de los demás, y que si me dices que estoy guapa  solo cuando pierdo peso, me siento insultada. 

Me queda un largo camino y mucho que sanar pero ahora, con cuarenta y un años y setenta y seis kilos de sabiduría y amor, no permito que nadie opine  sobre mi cuerpo o sobre mi relación con la comida y amo y agradezco  profundamente el poder disfrutar de este cuerpo, que, aunque he maltratado  y rechazado, me sigue sosteniendo y proporcionando placeres exquisitos sin  una pizca de resentimiento.

Maragla