Hoy os vengo a contar mi propia experiencia y la de un par de amigas mías con esta práctica que, gracias a la innovación y la humanización del proceso del parto, se realiza cada vez menos. 

Yo di a luz a mi primer hijo en un hospital universitario donde, en aquel momento, se hacían episiotomías en más de un 80% de los partos. Para quien no sepa en qué consiste, la episiotomía es una incisión que se hace en la vagina para aumentar el espacio de salida durante el parto. Es un corte presuntamente controlado que, una vez más presuntamente, evita que haya un desgarro mayor o que vaya dirigido en línea hacia el ano. Es decir, te meten un tijeretazo en la parte baja de la vagina hacia un lado. En aquel momento se decía que había muchísimos riesgos a que los desgarros naturales trajesen complicaciones en el post parto o incluso de por vida, pero nadie nos contaba las consecuencias de dicha medida, sobre todo cuando se realizaba mal o se reparaba mal. 

Siendo el hospital universitario un lugar donde acuden los médicos inexpertos a aprender, el riesgo de que la persona que te atienda no tenga experiencia es bastante alto. Pues ahí estaba yo, con mi epidural, mis dolores y otras doce personas (entre personal necesario, alumnos y supervisores) mirando mi preciosa vagina dilatada, cuando la ginecóloga a cargo procede al tijeretazo de rigor. Es cierto que no sentí dolor. También es cierto que pasó más tiempo cosiendo de lo que estuve yo empujando. Tuvo que intervenir un médico bastante mayor, ya que se llevó por delante una vena que, parece ser, necesitaba para seguir viviendo y eso. Nada importante. 

Cuando al fin termina mi cuadro de punto de cruz me dice: “Llevas por fuera 7 puntos”, y le pregunto que cuantos por dentro a lo que responde nuevamente: “Por fuera 7 puntos”. Insisto varias veces y finalmente confiesa que no tiene ni idea de cuantos van por dentro, pero que viendo lo que ella estaba viendo en ese momento, era mejor que no lo supiese. 

Un par de días después me dan el alta con muy pocas indicaciones más allá de intentar tener la zona seca (recordemos que se trata de una vagina en un post parto) y lavar con agua y jabón una o dos veces al día. Gracias a que la matrona que me hizo el seguimiento del embarazo sabía lo que nos iba a tocar, en el curso de preparación a la maternidad incluyó una parte extensa a los cuidados de esta cicatriz, dando por hecho que nos la comeríamos con patatas.


Nos enseñó trucos, como sentarse apoyando primero la cacha contraria a la herida y apoyar suavemente el resto, estar lo mínimo posible en el váter o el bidé para evitar la presión de la gravedad… Todo lo contrario a lo que le recomendaron a mis amigas más mayores unos años antes que, por supuesto, tardaron semanas en sentarse medio bien. En comparación con ellas, yo me sentía una privilegiada. Dos partos más tarde, cuando vi cómo se puede parir cuando el personal que te atiende te respeta, me di cuenta de que no había sido fortuna, había sido una putada. Deciros que tardé más de un año en poder tener relaciones sin dolor, pero me decían que eso era normal, que estaba cerrando despacio. 

Más tarde mis amigas más jóvenes empezaron a tener hijos también y alguna, no todas, se llevó de regalo su episiotomía. Entonces vi el seguimiento que le hacían, los cuidados que les mandaron tener y vi que, aquello que me había pasado a mi, no estaba bien. 

En mi último parto todo fue de película. No así en el de mi amiga Ana. Era su primer parto y su bebé nació poco después que el mío. Estaba esperanzada, ya que aquellos porcentajes alarmantes se habían reducido muchísimo; el personal se había ido renovando y las nuevas generaciones de matronas saben que no hay tantos casos de desgarros alarmantes como para cortar por sistema. Pero, evidentemente, es una práctica que hay que realizar en algunas ocasiones. Ana salió del hospital contenta. A pesar del corte que llevaba, ella sabía que cicatrizaría rápido y se centraba en su nueva vida como madre. Cuando una mañana notó que algo iba mal y me llamó.

Un punto se había soltado. No fue la presión, simplemente se deshizo y… ya no estaba. Le dije que era una lástima, ya que nos habían contado que, en caso de algo así, solo se podía extremar precaución con el resto y, como mucho, una cirugía plástica meses después. Unos días más tarde me escribió y me puso literalmente: “Tía, tengo el coño abierto cual bebedero de patos”. La llamé al momento, salía de urgencias. En los últimos días se le habían ido soltando los puntos uno a uno (los externos y los internos) dejando su vagina con una abertura del doble de su tamaño. “Me dicen que no hay nada que hacer, pero que puedo dar gracias, si tengo otro hijo será un parto muy corto y no tendrán que coserme”. Todavía estaba hormonada y no supo reaccionar a la broma totalmente fuera de lugar del médico.

Además de que era muy pronto para hablar de tener más hijos, acababan de condenar a esa chica a una vida entera de relaciones íntimas dolorosas y bastante frustrantes para su pareja y para ella más todavía. Si habéis oído hablar de la práctica (horrorosamente misógina) del punto para el marido, esto era todo lo contrario. Ella, por ahora, lo toma con humor, y espero que sea así siempre ya que, la única opción que tendría sería someterse a una operación (privada, ya que nadie se hace responsable de lo acontecido) y devolver al bebedero de patos, la forma de una vagina común.

Luna Purple.