*Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora

Supe desde antes de quedarme embarazada que, cuando eres madre, a cambio de experimentar ese amor tan enorme, también tienes que anteponer su bienestar a lo que tú misma quieres o sientes muchas veces. Pero, en el fondo, como mujer, a veces me encuentro preguntándome si hice bien.

Al final y al cabo, es verdad que los hijos crecen, hacen sus vidas, se independizan y dejan de necesitarte tanto. Pero una pareja puede ser tu compañera de vida. Una relación sana puede calentarte mucho el corazón en el día a día, y más de cara al invierno de la vejez. Os cuento.

Fascinada

Nos conocimos a través de unos amigos comunes. Yo era divorciada y con dos hijos, él también divorciado, pero sin hijos. A mí ya me habían hablado de él. Si estás soltera y/o acabas de salir de una relación decepcionante, molesta la condescendencia del entorno y que se te trate casi por lástima por andar “sola”, que es como te ven. Pero hay maneras y maneras de facilitarte a una amiga que pueda conocer gente y, en este caso, funcionó.

Vivimos en una ciudad pequeña y yo lo conocía de vista, pero, en cuanto profundicé, comprobé gustosa que era como mis amigos me decían: un hombre agradable, respetuoso y formal, pero también divertido, elocuente e incluso carismático. De esas personas con las que te gusta estar, y de la que yo, tras unos primeros encuentros, me enamoré.

No supe mucho sobre lo que pasó en su relación anterior, con su exmujer, solo que terminaron descubriendo que estaban juntos por inercia y por cariño, pero que eran incompatibles. Por lo que me contó, su matrimonio no duró mucho y no llegaron a proponerse seriamente tener hijos. Me hizo temer cómo fuera a llevarse con los míos, pero a mí me hacía sentir muy bien. Hasta que, cuando la relación se formalizó, ellos entraron en la ecuación.

Contigo sí, con tus hijos no

Hablaba de mis hijos con frecuencia cuando estaba con él, y a los niños también les conté que tenía pareja cuando vi que lo nuestro tenía iba bien y tenía perspectivas de durar. Estaba nerviosa, quería que saliera bien porque él me gustaba mucho y, por lo que notaba, al revés también. Estábamos enamorados.

Ni siquiera el día que los presenté hubo efusividades, aunque fuera por la novedad. Se trataron de manera distante, como conocidos colaterales, y no vi esfuerzos por estrechar. Me esforcé por no darle importancia. Pensé que no cabía exigirle a ninguna parte que quisiera a la otra, solo que se trataran con cordialidad.

Según pasaban las semanas, a mí comenzaba a apenarme que él no pusiera algo más de voluntad. Pasaba de mis hijos y siempre quería quedar a solas conmigo, lo que me obligaba prácticamente a no verle en la semana en la que yo estaba con ellos. No se sumaba a ninguno de los planes que tuvieran que ver con ellos, fuera un cumpleaños, un partido de fútbol o una visita al parque de atracciones. Si lo hacía, no lo hacía con entusiasmo, y yo me sentía desdoblada: o era madre o era novia. Las dos cosas a la vez no.

Quise tener paciencia y no forzar. Pensé que, si nos queríamos, encontraríamos el modo de encajarlo todo, que el roce haría el cariño y que al final sí. Pero no podía estar más equivocada.

La ruptura

Una cosa es no ser efusivo y entender que, sin ser su padre, no tenía obligación de compartir tiempo con ellos. Y otra cosa es la incomprensión ante una evidencia: mis hijos son mi máxima prioridad. No creo que esto necesite más explicación, pero a él se lo tuve que explicar una y otra vez.

Procuré algunos encuentros más, pero me pareció que él estaba más incómodo que otra cosa. Las pocas veces que hicimos planes los cuatro, era como si no estuviera: andaba callado, miraba el móvil con frecuencia… No hizo un solo intento de ganarse algo de cariño de mis hijos, así que ellos mantenían la misma actitud distante e indiferente. Una forma de ser que contrastaba mucho con la que tenía conmigo, lo que me confundía mucho.

A medida que tomó confianza, pasó de un pacto de no agresión a una presión suave, pero continua. Me proponía planes y, cuando le decía que estaba con los niños y que no quería dejarlos con mi madre o algún otro familiar otra vez, hacía notar su lamento. Me recordaba que él era mi pareja y que debía cuidar la relación. Alguna vez llegó a usar como arma arrojadiza cosas que yo misma le contaba sobre situaciones que había vivido con mis hijos, para desahogarme. Al estilo: “No te puedes escapar este finde conmigo por estar con los niños, cuando ellos siempre hacen lo que más les conviene”. 

Él lo veía como que yo estaba sacrificando mi felicidad con él por los niños, y que no tenía porque superar los niveles del sustento y la protección. Yo intentaba hacerle ver que sí, que los hijos generan sacrificios, pero que mi idea de ser madre no es limitarse a servicios básicos. Su bienestar me preocupa 24/7 y es mi máxima prioridad, por mucho que ellos, como muchos otros niños, actúen por conveniencia.

Comenzamos a discutir con frecuencia y, después de alguna ida y vuelta, lo acabamos dejando. Lo pasé mal, y sé que él también. Me escribía cada día, hacía por verme, se seguía mostrando atento si coincidíamos. No me lo puso fácil, porque yo me moría por estar con él, pero me mantuve firme y no volvimos.

No era obligatorio que quisiera a mis hijos, o que pasara tiempo con ellos, pero sí que asumiera que son lo más importante de mi vida. Si él de verdad quería estar en ella, tenía que entenderlo.

Anónimo