(Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real)

 

Fue eso, un error, solo eso, nada más. Han pasado tres años y todavía pienso en lo fácil que hubiera sido echarme atrás, tomar un camino diferente del que tomé aquel día. Sencillamente un sí o un no, sin más. Solo eso, una sílaba que arruinó por completo toda mi felicidad.

Una especie de punto de inflexión que sucedió un 9 de octubre, exactamente a las nueve y cinco de la mañana, tan solo unos minutos después de haber dejado a mi hija en el colegio. Era una mujer felizmente casada con el que siempre pensé que era mi media naranja, teníamos dos hijas y muchos planes por delante. Llevábamos entonces algunos meses visitando pisos para poder comprarnos nuestra primera casa familiar y yo había empezado a trabajar, al fin, después de los dos embarazos.

Visto así, no tiene ningún sentido que me metiese en el berenjenal que me metí, pero lo hice, lo asumo. Caí de lleno en la mayor de las tonterías que podía haber hecho en mi vida y todavía a día de hoy pienso en cómo todo aquello pudo atraerme tanto, sin ofrecerme nada más a cambio de una mera aventura.

Para que lo entendáis tengo que hablaros de Josué, el papá de uno de los nuevos compañeros de mi hija pequeña. Aquel año me estrenaba como presidenta del AMPA del colegio y llevaba semanas a tope de trabajo organizando desde el comedor escolar a las actividades extraescolares que aquel curso tendrían nuestros hijos. Josué entró por la puerta de nuestro despacho mientras yo maldecía una vez más los malditos horarios que no llegaban a cuadrar. Confundí a aquel padre con uno de los monitores que empezarían aquel año en el colegio y solo acerté a preguntarle de qué actividad era. Josué se rio y dejó sobre la mesa la inscripción del comedor de su hija, yo le pedí perdón y sin más, ahí quedó nuestro primer contacto.

Era un chico sorprendentemente joven, vestía un chándal negro y tenía los ojos achinados. Os puedo asegurar que aquel día Josué no fue más que un padre más en mi vida. Lo que pasó a partir de entonces fue realmente el problema. Porque quizás la culpa la tuve yo por dejarme llevar o intentar creerme que no pasaba nada… Todavía no lo sé.

La cuestión fue que después de aquel día Josué volvió a visitar el despacho del AMPA en diferentes ocasiones. Su hija Lucía no tenía claro si apuntarse a patinaje o a gimnasia rítmica y al final me tocó hacerle el favor de incluir su inscripción fuera de plazo. Recuerdo que aquel chico me prometió compensarme y una tarde, justo antes de volver a casa, me preguntó si yo era más de vino tinto o blanco. Le dije que cualquiera de los dos era perfecto pensando en que solo estaba de broma. No fue así, Josué se presentó al día siguiente con un estuche en el que había dos botellas y una tarjeta de agradecimiento.

Una de mis compañeras del AMPA dejó caer que aquello olía un poco raro. Yo solo me reí y guardé el estuche en un armario. No me lo llevé a casa, no lo hice ¿sabéis por qué? Simplemente porque en el fondo, muy en el fondo, sabía que aquello no era demasiado normal. Pero después de más de diez años casada el hecho de que alguien como Josué me dedicase un par de detalles me hacía sentir especial. Seguro que entendéis lo que estoy diciendo, ninguna somos de piedra.

Y quizás el error fue el no dejarlo ahí. Tras las botellas llegaron otras visitas, primero con motivos como una falta programada a un día de comedor o cosas por el estilo, después Josué simplemente se apoyaba en el marco de la puerta de aquella habitación siempre que pasaba por delante y veía que yo estaba allí. Empezamos a hablar un poco más, y una mañana solo me dijo que podíamos tomarnos un café.

Pensé que ningún juego peligroso empieza con un café, así que nos fuimos a una cafetería frente al colegio. Y aunque me repetí varias veces que tenía prisa al final aquel café se convirtió en más de dos horas de conversación ininterrumpida. Josué me puso al día sobre su vida contándome que era entrenador personal y estaba divorciado. Después me preguntó por mi situación sin tonteos evidentes pero sí dejando claro de alguna manera que yo había llamado su atención.

Esa llama de autoestima volvió a encenderse un poco más cada vez que aquel chico me decía que se me veía muy joven para tener una hija de 9 años. Cumplidos, lo sé, pero al fin y al cabo cosas que mi marido hacía mucho tiempo ya no me decía. Me sonrojé más de una vez y le pedí que parase. Segunda bandera roja.

Nos dimos nuestros números de teléfono con la excusa de que él pudiera indicarme si algún día su hija iba a faltar al comedor sin necesidad de acercarse al despacho. Lo cierto fue que desde aquella mañana nunca jamás hablamos de la hija de Josué a través de WhatsApp, nuestro chat era un tonteo continuo.

¿Ya están las princesas en la cama? El día ha sido demoledor hoy…‘ Josué siempre empezaba escribiéndome preguntándome por alguna banalidad para así dar pie a que yo picase. Picaba como la más tonta, y lo que empezaba con una pregunta absurda terminaba siendo una conversación de quinceañeros hasta las tantas de la madrugada.

Y aunque no hablábamos de nada malo, ni éramos en absoluto directos o evidentes, algo me hizo empezar a bloquear mi móvil o irme a otra habitación para responderle. Me sentía fatal escribiéndome con Josué delante de mi marido, aunque solo fuera para ponerle un ‘jejeje’ en respuesta a su enésimo sticker porno.

Pasaron solo algunas semanas hasta que una noche, justo antes de darle las buenas noches, Josué me preguntara si me apetecía quedar con él aquel viernes para ver una película en su casa. La excusa entonces era que aquella película era una de las obras maestras de su director favorito, de la que me había hablado en más de una ocasión. Lo pintaba como un plan de lo más normal, solo dos amigos cenando sushi y viendo una película clásica. Sí o no, error o acierto, mal o bien…

‘Pues puede estar muy bien, cuenta conmigo.’

Para seguir siendo la más engañada, en mi cabeza pensé que quizás a mi marido no le parecería muy normal aquel plan por lo que solo le dije que tenía una reunión con algunos de los del AMPA. Josué y yo habíamos quedado a las 8 de la tarde ya que él tenía que madrugar al día siguiente. ¿Os podéis creer que yo misma vi como algo normal el considerar aquello como una reunión de padres? ¿Qué le pasa a veces a las cabezas?

Pero allí fui, con el corazón que se me salía por la boca, directa a la boca del lobo pero pensando que aquello era de lo más normal. Entré en el apartamento de Josué y me recibió con una copa de vino y un salón perfectamente dispuesto para la sesión de cine. Perfecto, una reunión de padres de lo más normal. La película empezó y tras veinte minutos comprendí que aquello no era para mí, un sopor terrible, era aburridísima y para compensar me bebí otras dos copas de vino.

En una de esas ocasiones en las que me acerqué a la mesa para agarrar la botella rocé sin querer el pantalón de Josué. Entonces él se movió hacia mí y sin pensárselo dos veces se acercó y me dio un beso que yo no me esperaba para nada. Fue tan solo un microsegundo en el que sentí sus labios y su lengua intentando acercarse a la mía, pero directamente me separé preguntándole si se había vuelto loco.

Él se disculpó y solo me dijo que pensaba que los dos nos gustábamos, yo recogí mis cosas y salí corriendo de allí avergonzadísima. Peor me sentí minutos después mientras caminaba sola por la calle y comprendía que evidentemente le había dejado a Josué todas las miguitas para llegar hasta aquella conclusión. Me había dejado cortejar para sentirme bien y había ido demasiado lejos.

Llegué a casa antes de la hora que le había indicado a mi marido, y para mi sorpresa me lo encontré ante el ordenador, solo, serio y pensativo. Le pregunté por las niñas y me dijo que estaban con la vecina. Después giró el ordenador para enseñarme una conversación de WhatsApp Web. Mi conversación con Josué.

‘Abrí el ordenador hace un rato y me saltaron dos avisos de mensajes, pensaba que era el mío y entré… ¿Esto es para ti una reunión de padres? ¿A qué mierdas estás jugando?’

Mi marido lloraba, subía por la conversación dejándome completamente en evidencia, preguntándome si de pronto estaba casado con una niña de quince años. Aquellos mensajes no tenían maldad, pero el colofón final de la cita no tenía perdón, era la gota que colmaba el vaso, el punto en el que la tontería se convertía en una realidad imperdonable.

‘Tuve que haber dicho que no, lo sé, me engañé, pero no ha pasado nada, te lo prometo…’

‘Tu cara dice que estás aquí por sí que iba a pasar algo pero te has arrepentido. Lo que pasa es que yo ya no confío en ti, te lo has cargado todo…’

Fotografía de portada