Quiero compartir con todas vosotras un día que marcó mi existencia y la de mi hija que en aquel momento tenía ocho años.  Hasta ese momento, ambas éramos cuasiperfectas la una para la otra.  Ya sabéis: “Mi hija no hace eso… Los otros quizás… La mía no es así…” y todas esas cosillas que seguro que algo os suenan (no por que sea vuestro caso, claro, sino porque es el de los hijos de la vecina).

Yo me percaté de ello en la ocasión en que me intentó hacer una pirula que era impensable ante mis ojos (porque “mi hija nunca mentía, era muy honesta” etc).

Pero ese día se le cayó el disfraz de angelico y dejó vislumbrar la pajarraca que lleva dentro. Y, de rebote, ella a su vez descubrió que su mami también tiene lo suyo.  Os cuento:

 

 

Una noche de domingo cualquiera se había pasado de rosca con el tiempo de uso de la tablet. Le llamé la atención varias veces, intenté que la soltara por las buenas para no tener que quitársela de malas maneras… pero no había forma. Me decía una y otra vez; «sí, mamá, ya acabo»

Así, pasaron los minutos, y una y otra vez me pedía «un poco más, de verdad, ya casi termino». Yo, en el primer momento y con toda mi buena intención, le había dicho «bueno cariño, acaba esa partida, ok», pero a los mil años seguíamos en un bucle eterno de yo ordenarle que la soltase y ella «espera» (su palabra favorita).

Al final, acabó reaccionando y la soltó por fin cuando me mosqueé. Y acabé mi insufrible chapa de esta manera: «¡Menos mal que mañana hay cole! Además, comeremos en casa de la abuela, y a la vuelta: deberes, juego, ducha, cena y cama.»  Me faltó acabar mi soliloquio con un «¡mañana, ni tablet ni tablot!»

Pues bien. A la mañana siguiente, cuando subí al coche después de dejarla en el colegio ¿qué vieron mis ojos en el suelo del asiento trasero, a los pies de su elevador?

Muy listas, amiguitas, acertasteis: allí, medio escondida, completamente a traición, se encontraba LA TABLET del demonio.

 

 

Como me iba directa a trabajar y ya no iba a volver a casa, la guardé en el maletero del coche para que no estuviese a la vista. Y ya me olvidé por completo de ella hasta que, a medio día, recogí a la criatura de la escuela y, al llegar a su asiento, vi que se puso a buscar y rebuscar algo con disimulo una y otra vez.  Suelo, asientos, bajo su silla…

Llevaba unos minutos y le pedí que se abrochase el cinturón para arrancar. De nuevo su palabra preferida: “espera, espera”.  Entonces le pregunté si buscaba algo en especial. «No, miro por mirar, por curiosidad», respondió, moviendo hasta las alfombrillas. «Anda, mamá, mira, he encontrado un peine». Y yo, malignísima, le contesté que menos mal que no era un objeto de valor.  Que donde aparco para el curro, pasa mucha gente y hubiera podido ser robado muy fácilmente.

Llegamos a casa de la abuela.  Aparqué, bajé del coche, y ella seguía dentro erre que erre.  A los 5 minutos de entrar a su casa, volvió a pedirme regresar al coche un momento.  “Es que me divierte mirar ahí” decía la muy… La que se estaba empezando a divertir en mi fuero interno era yo, la verdad.  A pesar de eso, le dije que no, que ya no bajábamos de nuevo.  Aceptó resignada (ya sabéis que era una niña “muy buena”).

Y llegó la hora de irnos, y durante el viaje de vuelta a casa, vuelta a lo mismo: busca que te busca en silencio.  Yo la miraba discretamente a través del espejo y cuando se daba cuenta, me sonreía con disimulo y se transformaba en una estatua que se limitaba a mirar por la ventanilla.

Ya en casa y después de un rato, nerviosa, se me acercó y me comentó que ese día le había ocurrido algo extraño. Que había dejado la tablet cargando la noche anterior, y que por la mañana ya no estaba.

 

 

Yo: «Pues qué raro, hija, yo no la he tocado».

Ella: «Ya, mami. No sé… A lo mejor ha entrado un ladrón esta noche a casa». Respondí tajantemente que seguro que no, que podía estar tranquila que allí no había entrado nadie.

«De pronto» se le ocurrió mirar en el coche: «Es que a veces la tablet se engancha sin querer en la mochila, a ver si ha sido eso». Le pregunté, con mirada policial: «¿Sin querer, no?» Ella con toda naturalidad que sí, que sí, que a veces pasa. Y yo: «Mmm… Ya».  Y volvimos al coche.

Y de nuevo a buscar. Ahí la empecé a ver agobiada por primera vez. Con lágrimas en los ojos, me comentó que seguro que había sucedido eso de que se enganchara “accidentalmente” en su mochila y ya se quedara en el suelo del coche, a la vista, y entonces alguien habría abierto el coche y se la habría llevado.

Ahí ya no me pude aguantar (sí, mi hijaputez también tiene un límite) y la saqué del maletero.

Se la devolví ante su asombro y alegría. Y decidí, después de someter a la pobre a la típica charla «brasa» al respecto: «bueno, se la voy a dejar un poco para compensar el mal rato».

Pensaba que ese trance le habría hecho aprender la lección pero, desde luego, yo no lo había hecho.

Media hora después, ya llevaba 10 minutos diciéndole que la dejara. Y ella “espera”.  Otra vez.

Y ese, queridos amiguitos y amiguitas, fue el día en que bajé a mi pequeño angelillo del pedestal de “niña buena” y comprendí que, como su madre, según qué situaciones también podía comportarse como una verdadera pajarita.

Y, qué queréis que os diga, me gusta más así.