Cuando alguien me pregunta por cómo llevo la maternidad siempre tiendo a responder lo mismo, que tiene sus más y sus menos pero que me encanta ser madre. Aun así muchas veces me paro a pensarlo e irremediablemente recuerdo momentos en los que he maldicho el instante en el que decidí ser mamá, ya sea por mi falta de tiempo personal o por tener que lidiar con ciertas cosas para las que no nací preparada.
Es así de obvio, digan lo que nos digan, como madres al final siempre nos tocará hacer frente a situaciones totalmente surrealistas de las que nadie nos habló jamás. Y ya os aviso, la mía fue de lo más escatológica y asquerosa. Una puñetera película de serie b en la habitación de mi hija, terrible es decir poco.
Era una mañana como otra cualquiera en la que, para variar, me había quedado dormida. Llegaba tarde a la guardería de la niña, llegaba tarde al trabajo y todavía tenía que darle el desayuno, ducharme, arreglarme, vestirla a ella y salir por patas de casa. Pues puse la máquina a toda potencia y tras dar de desayunar a la peque, que por aquel entonces tendría 15 meses, decidí dejarla un minuto en su parque mientras yo me daba una ducha como el rayo.
Mientras me duchaba le gritaba para que no llorase ‘mamá ya va, ya termino, ya voyyyy‘. De repente escucho que deja de gimotear y yo aprovecho para enjuagarme y secarme como las balas. Miro el reloj y veo que he cumplido un nuevo record de ducha extrema. Entonces vuelvo por el pasillo y al pasar por delante de la puerta del cuarto de la peque la veo tan tranquila de espaldas jugando y pero de pronto siento una peste bastante fuerte.
En seguida pienso lo evidente, que la niña se ha cagado y que me toca cambiarla, pero el olor tan tan fuerte me mosquea. Doy media vuelta y entro en la habitación semi desnuda y a medio secar. Me acerco poco a poco al parque y de golpe veo unos chorretones marrones en la pared de la habitación, los mismos por las redes del parque. Me fijo en mi hija… Toda la cara, entera, llena de mierda. Y ya no solo eso amigas, la boca ¡la maldita boca!
Me da una arcada máxima mientras intento decirle que deje de chuparse las manos sucias. ¿Pero de dónde había salido tanta mierda? Aquello era como una puta explosión fecal. Peluches, juguetes, ropa… Es que no había nada a menos de un metro a la redonda que se salvase. ¡Y solo había tardado cinco minutos en ducharme!
La niña me miraba y se reía, yo no dejaba de tener arcada tras arcada y ya no sabía por dónde empezar. Por morirme del asco, eso lo primero. Saco a la niña del parque y decido atacar a las manos y a la boca para después meterla directamente en la bañera. Di por perdido lo de llegar a tiempo a cualquier sitio, aquella situación era de máxima urgencia, que le dieran a todo.
La habitación olía igual que una granja de vacas, la caca había invadido todo y allí donde tocaba me manchaba de marrón. ¿En qué momento mi hija pensó que cagarse y meterse las manos en el pañal era una ideaca? Me estaba muriendo. Levanto un muñeco que obviamente iría directo a la basura y encuentro un enorme trozo de zurullo. ¡Ay mi madre! Ahí viene… Vomito dentro del parque.
En serio, si casi no soporto el olor a mierda, el de vómito ya me supera. Abro los ojos y veo absolutamente todo el parque que antes era un nido de caca ahora aderezado con mi raba. Me mareo y la niña sigue partiéndose la caja a mi lado. Ese parque era la puñetera zona cero, eso ya no tenía solución.
Al final opto por meter todo dentro de una bolsa y enviarlo a la lavadora. Froto el parque con un estropajo para eliminar lo gordo y me deshago de las pruebas de la pared a base de jabón y trapos. Allí seguía oliendo a muerto pero al menos la mezcla de vómito y zurullos ya no era tan visible.
Cuando al fin consigo estar vestida cojo en brazos a la peque para subirla a su silla y con su cara a menos de diez centímetros de la mía escucho un fuerte eructo acompañado por un olor a pedo horrible. ¿WTF, hija mía? Tres eructo-pedos soltó mi delicada hija camino de la guardería. No preocuparse, lo hablé con su pediatra (que no daba crédito a mi historia) y me dijo que la cantidad que pudo comer no le haría daño.
Lo peor de todo esto es que esa hija mía que aquel día decidió probar el sabor de la caca es la misma con la que batallo cada día para que coma en condiciones. Que me diga que prefiere meterse en la boca un trozo de mierda a un bocado de macarrones me da que pensar. Ella debe ser de paladar muy fino visto lo visto. Ahora estoy esperando a que sea una adolescente en plena edad del pavo para recordarle a ella esta maravillosa historia, ‘pequeña, tú aquel día desayunaste zurullo‘, deseando estoy de ver su cara.