El otro día entré en el cuarto de mi hija mientras ella dibujaba y escuchaba música con los cascos puestos. Yo solo iba a dejarle la ropa limpia sobre la cama para que ella la guardara, pero debí de pillarla muy concentrada en las letras de su querida Nathy Peluso que no me vio entrar y se sobresaltó tanto que dio un respingo en la silla.

Me reí, le dije que metiera la ropa en el armario y salí por donde había venido.

Fingí no darme cuenta, pero vi claramente cómo escondía, con evidente nerviosismo, algo debajo de la sudadera.

Me pasé el resto del día haciéndome películas sobre lo que había ocurrido. ¿Qué narices sería lo que me ocultaba? No podía ser tabaco ni un porro ni nada por el estilo, la chavala está idiotizada por la edad y las hormonas, pero tan tonta como para ponerse a fumar en su habitación, no está. Pensé si estaría, ya sabéis, dándole al botón de la risa, pero tampoco me encajaba la postura ni la actitud.

Me mataba la curiosidad, así que, al día siguiente, aprovechando que salió a pasear al perro, me metí en su cuarto a hacer lo que me he prometido mil y una veces que yo no iba a hacer nunca: cotillear entre sus cosas. Descargué mi conciencia convenciéndome de que tampoco estaba yendo mucho más allá de lo normal, quiero decir, en nuestra casa no se suelen cerrar las puertas. Es habitual que entre en las habitaciones de mis hijos, ya sea para limpiar, ordenar un poco si no me ha satisfecho cómo lo han hecho ellos, guardar su ropa, retirar las sábanas para lavarlas… ese tipo de cosas.

En fin, estaba realmente preocupada, era mi deber como madre responsable averiguar qué era lo que la niña no quería que viese.

Así que allí estaba yo, revolviendo entre los cajones de las mesillas, por entre la ropa del armario, en las cajas de debajo de la cama, entre los libros, en el cajón del escritorio… Bingo.

Debajo de un estuche encontré su alijo secreto: una bolsa de supermercado que tenía dentro otra bolsa de supermercado que tenía dentro… una bolsa de chuches y un paquete de bollitos Pantera Rosa.

Misterio resuelto, mi hija adolescente me esconde dulces para comer a escondidas y yo no sé cómo gestionarlo porque yo a su edad hacía exactamente  lo mismo.

De verdad que me siento incapaz de afrontar el tema porque yo también fui esa chiquilla entrada en carnes que come a escondidas de sus padres.

Al igual que mi hija, a su edad pesaba unos 70kg, un peso que, con nuestra constitución, supone un ligero sobrepeso, no obesidad. Pero cuando mis padres, actuando con su mejor intención, empezaron a ponerme a dieta y privarme de comer, me vi envuelta en una espiral de negación y compulsión que, sumado a un metabolismo extremadamente perezoso, me llevó a alcanzar los 130kg en mi etapa universitaria.

Yo no logré adelgazar hasta que no lo decidí por mí misma y dejé de ver como un ataque los infructuosos intentos que mis padres habían hecho mientras viví con ellos. Y solo cuando entendí esto pude establecer una relación sana con la comida.

Ahora me topo con esas chuches ocultas y me encuentro con que no sé cómo actuar con mi hija para evitar que ella caiga en la compulsión y en el rechazo a llevar una alimentación sana y equilibrada.

Creo que intentaré hablarlo con ella desde la comprensión que me da haber estado en su misma posición, pero está en una edad muy difícil y tengo muchísimo miedo de que la historia se repita.

¿Alguien en la sala que conozca la situación?

Vuestros consejos serán bienvenidos.

 

Anónimo