Cómo molan los niños ¿verdad?

Esa alegría, esa espontaneidad… ojalá no las perdiésemos al crecer.

Yo nunca he sido muy niñera, más bien al contrario. Aunque cambié mucho cuando, sin haberlo planeado, me vi con un hijo en los brazos.

Mi pequeño es un trasto superdivertido y pillín. Un espíritu libre.

Tan libre y tan… ¿cómo decirlo? Hippie.

Solo tiene cuatro añitos, pero es muy listo y espabilado. Lo cual ha sido todo un acierto de la sabia naturaleza. Como madre soltera, autónoma y sin familia cerca en la que poder apoyarme, me ha venido de perlas la independencia y autosuficiencia de mi nene.

Pero… — siempre hay un ‘pero’ — si bien su carácter y personalidad me parecen fantásticos, también es verdad que tiene ciertos comportamientos con los que me saca de mis casillas y que no soy capaz de cambiar.

Foto de Anne Shvets en Pexels

Os pongo en contexto.

El otro día me lo tuve que llevar conmigo al banco a hacer unas gestiones. Como sé que es muy apañao, llevé una libreta y unos rotuladores y lo dejé sentadito en una de las butacas mientras me atendían en la ventanilla.

Al cabo de un rato, escuché unas risas. Me iba a girar para ver qué las provocaba, pero me estaban dando unas instrucciones que no me quería perder, así que no pude hacerlo. Sin embargo, eses velados y lejanos ‘jijiji’ fueron suficiente para que se me metiese el miedo en el cuerpo. Mi instinto animal de madre surviver me estaba dando pistas de lo que podía estar sucediendo.

En cuanto terminaron las explicaciones del tipo tras el cristal, cogí mi documentación y los numerosos papeles por el hueco del mostrador y me giré con ellos apretados contra mi pecho desbocado.

¡Lo sabía!

Tal y como temía, mi pequeño del alma — que diría la Pantoja — permanecía en el mismo lugar en el que lo había dejado. Solo que se había acostado atravesado en la butaca, con las piernas subidas al apoyabrazos, pasando los dibujos de su libreta de colorear, totalmente ajeno al resto de personas de la sucursal bancaria y… en pelota picada.

 

Joder… Mi hijo y su pasión por desnudarse en lugares públicos.

 

A su favor diré que había doblado con bastante cuidado la ropa a sus pies, con el calzoncillo y los calcetines perfectamente colocados encima de las zapatillas deportivas. Y el tipo se había dejado la mascarilla puesta.

¿Exhibicionista? Sí. ¿Irresponsable? Para nada.

Por supuesto que esta no fue la primera vez. Ni la segunda. Ni la tercera.

Me he encontrado con este percal más veces de las que quiero recordar.

 

Es que al chaval le gusta estar así, al natural, tal y como vino al mundo. Vestido solo con su perfecto y maravilloso trajecito de piel.

Y en casa, en primavera-verano, aún tiene un pase. En otoño-invierno, con la calefacción puesta y solo un ratito… también puedo aceptarlo.

Pero no logro hacerle entender que no se puede desnudar, así como así, y en donde le pille el momento naturista.

Él, con la elocuencia propia de su edad, me ha explicado a mí que lo hace cuando quiere estar tranquilo y relajado. Por lo visto, la ropa me lo limita y le impide sentirse a gusto al cien por cien.

Y a mí me encantaría decirle que está bien, que lo haga siempre que quiera. ¡Pero no puedo hacer eso!

Debo hacerle entender que hay límites que no se pueden rebasar.

Creí que lo había entendido el día que me llamaron del colegio porque se despelotó en mitad del patio.

O aquella vez en la zona de juegos de un restaurante.

Lo intenté de nuevo un día que se desnudó en la sala de espera del oculista mientras yo rellenaba su ficha en la recepción.

 

Pero nada, no hay manera.

Vamos a tener que mudarnos a uno de esos pueblos nudistas para poder vivir tranquilos los dos, él en pelotas y yo sin miedo a que nos detengan por escándalo público.

 

 

Imagen de portada de Anna Shvets en Pexels.