EL ARTE DE NO CAGARSE ENCIMA EN CUALQUIER ESQUINA

 

Yo siempre había sido de buen cagar, casi no sabía lo que era el estreñimiento; de ir al baño y plantar pinos y secuoyas. Sin embargo, llegó un momento en mi vida en que todo aquello se descontroló y empecé a tener el ojete escocido a todas horas y en cualquier lugar. No solo eso, sino que dolía, ay, cómo dolía. Y la barriga también, mucho.

Terminé incluso estando una buena temporada de baja porque no podía estar lejos de un baño. Si no era capaz de llegar a casa cuando salía y tenía que andar pidiendo taxis, ¿cómo me iba a meter en un metro donde el que hizo el diseño se ve que nunca pensó en tener un apretón? Prueba por aquí, prueba por allá, colonoscopia y no sé cuántos estudios de virus más tarde, me vinieron con un «no sabemos el porqué, más allá de una intolerancia severa de algo que no sueles comer, así que vamos a poner en el informe que tienes SIR». ¿Lo qué? «Síndrome del Intestino Irritable», y a casa con una palmadita. En la última revisión que me hicieron, hace ya más de la cuenta, el médico me dijo que me quería ver más contenta, porque el estado de ánimo me podía afectar mucho. Más contenta, dame un millón de euros y verás qué contenta me pongo. 

Antes y después de aquello, aunque después se repitió mucho más a menudo que antes, mi vida se llenó de anécdotas cagandiles en los lugares más insospechados y menos apropiados. Si gastas más en papel higiénico que en la factura de la luz, o si has llegado a llevar papel —y no de fumar— en el bolso, te sentirás identificada. No puedes evitar mirar mal a la amiga que te dice «yo fuera de casa no puedo ir al baño, me da asco». Asco, dice… como si tuvieras elección. Decidme que no estoy sola, por favor.

Ya había dejado mi esencia en varios bares, no siempre tan pulcros como habría querido, pero una de las primeras veces en que no pude contener mi esfínter fue aquella en que me subí al coche para volver a mi ciudad, de madrugada, y en mitad de la autovía me di cuenta de que estaba a puto de implosionar si seguía apretando. Me caían los sudores, pero no podía parar en ninguna parte porque todo eran barrios residenciales en aquella zona. Lo peor… no iba sola, una amiga venía conmigo en el coche. Cuando ya estaba pálida, me desvié en el primer polígono que vi, derrapé en cualquier lugar y me puse en cuclillas junto al coche. Se oían aullidos cercanos y estaba todo oscuro, así que no tardé en volverme al interior con todo mi perfume, no fuera a ser que encima terminase devorada por algún animal indeterminado.

¿Hay algo peor? Pues sí, que te dé un apretón incontrolable mientras vuelves de casa de tu amiga, en la misma ciudad, estando a 10 minutos de la tuya, y no tienes más remedio que pararte porque te pones de todos los colores. En aquella ocasión, solo se me ocurrió aparcar en doble fila y meterme entre otros dos coches… sin darme cuenta de que me había puesto justo delante de las ventanas de un bloque de pisos, todas ellas iluminadas. No quiero saber si estoy en internet, gracias.

Otra experiencia maravillosa es cuando estás en casa de alguien y tienes que ir al baño a soltar, sí o sí. Lo malo es que no siempre te pasa en casa de tu amiga del alma, no… en mi caso, también puede ocurrir en casa de algún ligue. A la mierda —nunca mejor dicho— el glamour.

No obstante lo anterior, creo que mis momentos más memorables han sucedido estando de viaje. Pero no en plan un viajecito cerca o un sitio en el que puedas buscar un bar, no, eso sería demasiado fácil. 

Recuerdo una noche paseando por las calles de Venecia con el chico que me gustaba. ¿Estáis mascando la tragedia? Pues mascad, mascad sin temor. La ciudad se había quedado desierta, andábamos de aquí para allá haciendo fotos, tonteando, disfrutando de escenarios de ensueño. Era invierno, todo estaba cerrado y estábamos rodeados de canales. En un momento dado, empecé a notar el pinchazo en la barriga, porque así es como empiezan mis dramas, con un primer pinchazo y un «ay, no, por dios». Cuando ya no podía aguantar más, le comenté al chico en cuestión que me encontraba mal y que tenía que buscar un rincón oscuro. Un rincón en un lugar lleno de plazas y canales, ¡ja, ja, ja! No podía más, le pedí que se fuese a dar una vuelta para poder estar sola con mi desgracia. Me puse en cuclillas junto a un portal (ya, ya… yo qué sé), no había donde meterse. Yo ahí, agachada, casi muriéndome, cuando se me acerca un perro que no sé qué hacía allí a esas horas. Ya sabemos cómo son de simpáticos los perros… pues sí, vino a saludarme y me puso el hocico en la cara mientras yo cagaba intentando no mancharme el abrigo ni los zapatos ni el pantalón. Sobreviví, aunque mi dignidad quedó seriamente perjudicada. 

Otro momento espectacular lo viví en Florencia. No es por dar envidia, pero se ve que me gusta marcar ciudades de fantasía. Estábamos por ahí de paseo el que fuera mi pareja y yo hasta que ¡pum!… pinchazo en la barriga, «ay, no». Habría unos 15 minutos a pie hasta el apartamento de un amigo, donde nos alojábamos, pero me estaba encontrando fatal. Y ya sabemos lo que pasa cuando aceleras el paso en estas situaciones… que a veces el apretón aprieta más todavía. A unos 50 metros del portal, me vi obligada a parar, entre sudores fríos, y me metí entre dos coches. Sí, en la calle, otra vez, pero esta vez pasó un muchacho por la acera a escasos metros de mí. Quiero pensar que no me vio, aunque es poco probable, lo sé; seguramente disimuló para que no quisiera morirme. 

O aquella otra vez que, tras contemplar un memorable y maravilloso atardecer en una playa de Portugal, acabé agachada junto a un coche que encontré en el parking. A esas horas casi no quedaban coches, y le tocó a aquel, con tanto acierto que me fui a agachar junto a la puerta del conductor. Me fui corriendo cual terrible delincuente nocturno. Las playas me han dado más de un disgusto, o yo a ellas.

Mi lista de lugares «mierder» es bastante amplia. Debido a todas estas experiencias, he desarrollado una capacidad extrasensorial que me da la habilidad de localizar posibles rincones medianamente discretos con un solo vistazo, aunque a veces sea materialmente imposible. Y es que he tenido que aprender el noble arte de no cagarme encima en cualquier esquina.

 

Helena con H