No es desconocido afirmar que de joven todo vale. Y que con quince o dieciséis y hasta veintitrés o veinticuatro años puedes salir viernes, sábado y domingo y curarte la resaca con un buen bocadillo (si es bien grasiento mucho mejor) y una Cocacola. Confirmamos que hasta aquí todas estamos de acuerdo.

El problema empieza cerca de los treinta o bien cuando vas bajando el ritmo y un día te animas demasiado porque si, porque te lo mereces y porque ¡qué coño, YA TOCABA!. En concreto mi problema vino cuando me animé a mezclar cosas cuando ya no quedaba más.

Quién me manda a mí
Quién me manda a mí

Normalmente tengo ideas fantásticas, ya aviso que ésta no era uno de ellas. Os pongo en contexto: mis amigas y yo; amigas, con música remember a lo superhits de los 2000 del nivel “Caribe 2000” o “Black & White” que algunas conoceréis acompañadas por (¡ojo cuidao!) una bola de luces tipo discoteca y una máquina de humo en un cuarto piso alquilado en Airbnb (información relevante para el final de la historia) donde no nos conocía nadie. Como veis, no podía acabar bien.

La cosa se torció cuando a las 3 de la mañana y después de un repaso a todos los hits, Operación Triunfo 1 e incluso Disney (con concurso de karaoke y coreografía, porque así somos nosotras y nuestro humor creativo que te cagas) nos dimos cuenta que solo nos quedaba alcohol puro. Lo más sensato sería: Bebemos chupitos. Pero habíamos ido a jugar, así que saqué jarabe para la tos de un armario de la casa y, si si, a todas nos pareció lo más lógico que había sucedido hasta entonces. 

En dos minutos nos vimos cual hienas rastreras con nuestro vasito de chupito mezclando jarabe con whisky. ¿Sabéis lo peor? Que estaba jodidamente rico. Y obviamente todas sabemos que sucedió entonces: Segunda ronda. Algunas tomamos hasta tres.

Media hora.

Treinta minutos después y hecatombe, caos, gritos, risas y lágrimas. Dos vomitando, por suerte una llegó al baño pero otra tuvo que hacerlo por la ventana (por la mañana os podéis imaginar el estucado que dejó en la fachada del edificio), otra estaba tumbada en el sofá cual viaje de LSD murmurando ininteligiblemente mientras otra le mojaba la cabeza con un trapo (la misma que al día siguiente estuvo con diarrea) y yo tratando de gestionar la orquestra de locura que había desatado con mareos, nauseas y ataques de risa nerviosa involuntaria.

Al mediodía siguiente (no pudimos despertarnos antes) tuvimos que hacernos el moño, tomar tres vasos de agua y una pastillita y empezar a despejar todo el caos, bajar a limpiar la fachada, reponer el jarabe que habíamos robado y olvidar todo lo que había sucedido. Ni una palabra a nadie, hasta tres años después en mi despedida de soltera.

Me regalaron una de whisky y tres de jarabe para la tos. ¿Moraleja? El alcohol por la noche, y la medicina por la mañana. Y ¡LO MÁS IMPORTANTE! Las buenas amigas a todas horas.

Moreiona