Antes de empezar con mi gran historia de amor os quiero dar un buen consejo: si estáis solteras y cogéis un barco, llevad biodraminas en el bolso.
Ese día iba con mis amigos desde Gran Canaria, donde vivo, a Tenerife a pasar unos días y coincidir con otros amigos que se mudaron allá. He de decir que aunque no cojo mucho ese barco, si que he cogido barcas pequeñas y otras embarcaciones antes y nunca me había mareado como ese día. Me monté felíz con mi panda de colegas a un barco enorme, que en principio puedes pensar que sería muy estable, pero la estabilidad no quita que si un día hay mucho oleaje flipas igual.
Eso era una película de zombies marítimos versión crucero.Había niños potando debajo de los asientos, gente en el baño haciendo lo que podía con sus esfínteres y señoras agarradas a la barandilla como si su vida dependiera de ello.
Yo estaba sentada mirando a la nada pensando en nada, con la mano de mi amiga sujetando la mía, una bolsa marrón de vómitos que iba genial con mi look (spoiler, no) y con todos mis amigos meados de la risa.
Estaba blanca y os prometo que no me podía mover, hubiera pagado un dineral por simplemente despresurizarme como los millonarios en el submarino. Solo quería tierra firme.
En esto que no puedo más, ya había vomitado en la bolsa un poco, pero decido levantarme e irme al baño más cercano para abrazar al váter más fuerte que a mi madre. Vomité lo que desayuné ese día, lo que comí, y seguramente la cena del día anterior. Elevo la mirada del váter y me doy cuenta de que había dejado la puerta medio abierta.
Salgo cabizbaja y con una cara de perfecta borracha increíble, cuando me tropiezo al dejar el baño con un JESUCRISTO DE LOS SEÑORES.
Un pivón increíble, un Adonis, un perfecto papito de 2 metros que chillaba con la mirada “fóllame mami”. Y yo con jamón de york regurgitado todavía en la garganta. Pensé que podía salvar la situación de bochorno fingiendo normalidad, pero todavía llevaba conmigo la bolsa de vómito y para mi puta desgracia, me manché el pelo de aquello que salió de mí.
Una estampa para enmarcar. Y vaya que si la enmarcamos. Se presentó, se rió conmigo de la situación y me dijo si necesitaba ayuda. Después de decirle amablemente que no y perderle de vista, el destino quiso que nos cruzáramos en la misma discoteca horas después (la casualidad más bonita de mi vida). Y, lo demás, es historia.