El finlandés que me empotró
Si eres gorda como yo, en numerosas ocasiones te habrán dicho aquello de que debes ser consciente de tus posibilidades y conformarte con aquello acorde a lo que tú ofreces (físicamente hablando). Vamos que, si estás gorda/o, debes conformarte con salir o enrollarte con un/a gordo/a.
Querida, déjame explicarte por qué eso es mentira.
Yo creía fielmente en ese estigma cuando tenía veinte años, pero es lo que suele suceder cuando te han grabado a fuego mantras como ese desde que tienes uso de razón. El mundo es cruel para todos, pero hay ciertos grupos con los que se ceba más que con otros.
Menos mal que yo topé con mi amiga… Llamémosle Pili por si quiere conservar el anonimato.
Pili era la reina de Badoo y, efectivamente, Pili era gorda. Cada fin de semana, mi amiga se enrollaba con un tío diferente o, si le apetecía, repetía con alguno de los que ya había catado anteriormente.
Pili no era lo que convencionalmente decimos «un bellezón», tampoco era especialmente alta, ni tenía los pechos grandes y prominentes, pero sí tenía una personalidad arrolladora, un carisma burbujeante, un humor ácido, un ego exultante y una fe en sí misma que era capaz de ponerse el mundo por bandera. Era como el anuncio de San Miguel: «Donde va, triunfa».
Así que ahí estaba yo, una gorda de grandes pechos a la que muchos le decían que era guapa y que no ligaba ni con el feo de la clase y, por otro lado, estaba Pili, que se ligaba al que ella quisiera.
Un día Pili me preguntó que por qué yo no follaba. Así, a bocajarro, como todo lo que te soltaba ella, y yo le contesté que porque yo no le gustaba a nadie. Ella que, a pesar de tener la misma edad que yo, era la más sabia de las dos (es lo que tiene la calle, nena) me dijo: «tú no ligas porque no quieres»; y, prácticamente, me obligó a hacerme un perfil en Badoo.
Su primer consejo fue que le echara morro a la vida. Y eso hice, aunque aún me costó un par de meses ponerlo en práctica.
Seguía sintiéndome limitada (mentalmente) por mi físico y mis inseguridades, y solo me atrevía a hablarles a chicos que estaban «dentro de mis posibilidades». Hasta que un día, sin comerlo ni beberlo, un Dios nórdico me habló. Imaginároslo: rubio, con melena rizada (me van las melenas, lo reconozco abiertamente), de casi 1,90 m de estatura, ojos azules, con tres o cuatro años más de los que yo tenía, finlandés, metalero… Me habló porque le habían llamado la atención mis gustos musicales (mi grupo preferido, Nightwish, es finlandés) y porque le había parecido preciosa.
No me lo podía creer y, aunque estuvimos hablando largo y tendido durante semanas, pensaba que, en cualquier momento, me iba a decir que todo había sido una broma para reírse de mí.
Nos compartimos nuestros respectivos Messengers (oh, Messenger, cuánto te echo de menos) y empezamos a hablar con más frecuencia aún si cabe. No parábamos de mandarnos fotos, por lo que yo sabía que no había truco posible, que era ASÍ de verdad. Tonteábamos, pero las conversaciones no eran obscenas. Hasta que un día me dijo que estaba recién salido de la ducha y que se estaba paseando en bolas por todo el piso. Minutos más tarde, me dijo que esperara un momento, que iba a regar las plantas del balcón y, en mi mente, me imaginé a semejante vikingo regando unas margaritas en bolas. Los calores me nublaron la mente y me atreví a iniciar el juego. La conversación fue del tipo:
—Te habrás puesto algo de ropa, ¿no?
—No, ¿Para qué? Hace calor.
—¿¡Has salido a regar las plantas en bolas!?
—Sí, total, ¿qué más da?
—Pues ya mismo vas a tener una cola de mujeres llamando a tu puerta.
—Jajaja, ¿Tú qué te crees? ¡Si yo no ligo!
Era el momento de la verdad… Le eché cara a la vida:
—Pues si yo fuera tu vecina estaría ahora mismo llamando a tu puerta.
—Cuando quieras.
Las bragas se me cayeron al suelo en ese mismo momento.
A partir de ahí, os podéis imaginar lo que pasó: sólo tardamos un par de días en vernos. Quedamos en un punto medio, en un centro comercial, rodeados de gente, pero dos minutos después se estaba montando en mi coche para irnos derechos a su piso.
El polvazo fue monumental, pero yo me quedé con ganas de más. Sólo me atreví a decírselo desde la cómoda distancia de mi casa, a través de una pantalla, y él me dijo que era demasiado inocente, que debería haberle dicho que quería repetir.
Seguimos charlando como siempre (cosa que me alivió) y, en una de nuestras charlas, le propuse ir a dar una vuelta o tomar algo. Y, más o menos me dijo algo así:
— Paula, ¿Tú tienes claro lo que somos?
—Mmm… ¿Follamigos?
—No, tú y yo no somos amigos, tú y yo follamos y punto.
¡Y hala! ¡Otra vez las bragas al suelo!
Yo sé que la frasecita es muy del rollo Christian Grey: «Yo no hago el amor, yo follo… duro». Vamos, una frase de macho alfa empotrador de novela erótica de bolsillo. Pero una es así de tonta y se sorprende excitándose con la cosa más tonta, ¿qué le vamos a hacer?
La cuestión es que, después de quedar un par de veces más (a un par de polvos cada vez), el muchacho se rayó. Hablábamos siempre a altas horas de la noche y él siempre estaba borracho o fumado (un perla, vaya). Después de haber querido que un día me fuera a las 3 de la mañana para su casa y durmiera con él (y yo haberle dicho que no) y de que un día se pusiera ñoño diciéndome que le gustaba muchísimo, que se estaba pillando por mí, que era muy buena niña y que él no era un buen ejemplo (por la María, el chocolate, el alcohol y las raves), que no quería hacerme sufrir… Y un montón de mierdas más; a la mañana siguiente me anunció que un colega se iba a ir a vivir con él y que no podía volver a llevar a ninguna chica a su piso porque ya no viviría solo.
Como yo tenía claro que no me convenía, jamás llegué a pillarme por él. Y, tal y como vino, se fue, quedando en mi memoria como aquel vikingo finlandés empotrador al que me ligué cuando tenía veinte años.
Epílogo:
Hace un par de años me lo encontré en la comisaría de policía (la zona de renovación de DNI) con la que supuse que sería su mujer y una niña pequeña. Nos miramos a los ojos un instante y sé que me reconoció, pero ninguno de los dos dijo nada.
Anónimo
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