El mejor sexo de mi vida fue con un desconocido.

 

No era Tinder, pero sí una aplicación por el estilo. Chico flirtea con chica; chica le corresponde aunque con cierto reparo porque es una persona de relaciones estables y el chico le dice desde el minuto uno que únicamente estará tres días en su país. El chico es sincero y eso le gusta mucho a la chica, además, lo de ser de otro país y por lo tanto tener una cultura tan diferente a la suya, le vuelve aún más interesante si cabe, así que, tras apenas un día de charla online (si tenían apenas dos, mucho tiempo más no se podía perder), deciden quedar para cenar.

Y así fue, amigas, como yo, una mujer con unos valores súper tradicionales que antes de casarse lo más carnal que había experimentado había sido la masturbación (y con remordimiento), terminé teniendo el mejor sexo de mi vida.

Quizás os estaréis preguntando cómo pasamos de las patatas con huevo a tener yo su salchicha dentro, y bueno, a eso voy:

Como os decía, quedamos para cenar, y no sé si fue porque el chico de verdad estaba hecho para que me atrajese, porque la situación en sí de follar con un desconocido me ponía a mil, o si era simplemente que yo ya de por sí estaba más caliente que el asfalto de la Puerta del Sol el verano pasado (esto por supuesto, independientemente de que las dos primeras opciones también sean correctas o no), pero fue verlo, y sentir un burbujeo en el estómago. Sostengo que las llamadas mariposas en el estómago son en realidad las señales del clítoris a través de la pelvis, pidiendo un orgasmo, y algún día la ciencia lo comprobará.

Bueno, cenamos; él no podía ser más educado ni encantador; la conversación fluía como si nos conociésemos desde hacía meses (aunque suene a topicazo), y no me parecía que fuese un psicópata. Aquí me siento en la responsabilidad de recordaros que no nos debemos fiar jamás de las apariencias y ni siquiera de nuestra intuición; la verdad es que el irse a un lugar privado con un desconocido es ponernos en peligro y cierto es que a mí me salió bien, pero a muchas les ha costado hasta la vida, así que mi recomendación es que siempre, siempre, uséis la cabeza, incluso -sobre todo- cuando el chichi os esté pidiendo guerra.

Cuando terminamos de comer, él dijo de ir a tomar algo a otro sitio y yo acepté encantada; igual que me pasó desde el principio con él, tenía mis reparos porque sabía en lo que me estaba metiendo pero me podía más ese no sé qué que había entre los dos. Nos tomamos cada uno una copa; él la dejó hasta la mitad mientras que yo sí que me la bebí toda por lo que, como no suelo beber, terminé un poco piripi, en ese estado en el que estás consciente de todo pero que te desinhibes, como que te da igual hacer el ridículo, mandar a tomar por culo a ese trabajo que odias aunque no tengas un plan B para subsistir, y confesarle a tu amiga que de rubia se ve horrible.

Salimos del bar y él me invitó a su habitación de hotel (la que le pagaba la empresa que lo había traído a España por trabajo durante una semana o así); subimos, yo me senté en el sillón mientras él se quitaba los zapatos (porque yo aún estaba como quien no quiere la cosa, pero igualmente echando pa’lante), y… bueno, en menos cinco minutos estábamos en su cama de sábanas blancas, con su mirada clavada en la mía y sus manos masajeándome las tetas. Nos besamos, me ayudó a quitarme el jersey, me miró una vez más a los ojos después de repasarme el cuerpo con los suyos como quien se va a comer un manjar, como pidiendo aprobación para continuar… y me levantó la falda. Sentir su mano dentro de mis bragas, buscándome el clítoris, fue… fue de lo más excitante que he vivido. La mano de un desconocido tocándome ahí abajo, sintiendo lo mojada que estaba; la mano de alguien de quien no sabia nada más allá de lo que él había querido contarme en 24 horas, y de a quien no volvería a ver nunca más a partir de ese momento.

Si os digo la verdad, el chico no era que fuese el típico buenorro que ves en una foto de Tinder y te lo quieres follar; no era Brad Pitt (ni yo soy Angelina Jolie); no era alto, musculoso, no tenía barba ni ninguna de esas cosas que tenemos tan idealizadas y que suelen conformar el prototipo de un tío del que se puede decir que está bueno; era más bien bajito, guapillo de cara y con un moreno precioso, eso sí, y una panza regordeta que cada vez que me rozaba el vientre casi me hacía correrme. Había una química, un algo que no os puedo explicar pero que estaba allí.

Y follamos. Tres veces. Todavía tengo sus gemidos y gruñidos en la memoria a pesar del tiempo que ha pasado. Fue dulce, sensual… y conectamos como jamás lo había hecho y jamás lo he vuelto a hacer con nadie. Él era un chico así como místico, y recuerdo que, en mitad del segundo polvo, dijo algo así como que éramos un solo cuerpo. Quizás es que yo necesito conexión emocional para follar bien, no sé, pero aquello con él, fue mágico porque además por primera vez en mi vida no pensé en el después, en que no podía enamorarme porque no lo volvería a ver en mi vida (tampoco iba a tener tiempo para enamorarme en cualquier caso), ni en quién era realmente ese chico, sino en lo que estaba experimentando, en lo que estaba sintiendo. Por una vez, no tenía que complacer a nadie más ni preocuparme por lo que pensasen de mí. Por una vez, estaba con alguien que no me iba a juzgar y que aun si lo hacía no me iba a importar porque estaría en la otra punta del mundo al cabo de unas horas. Por una vez, era una página en blanco frente a alguien, y podía ser quien quisiera ser. Por completo. Sin miedos, sin remordimientos, sin vergüenza.

Tener su miembro dentro de mí, yo encima de él ya en últimas ocupada en mi propio placer, con sus manos sujetándome las caderas y su mirada traspasándome como si ambos fuésemos un regalo el uno para el otro, aunque perecedero, me hizo descubrir otra parte de mí, una que es capaz de entregarse de verdad sin estar midiendo el volumen de sus gemidos ni buscando la manera de taparse las estrías; una que es fiera, que es fuego, y a la que jamás volvería a obligar a dormir desde entonces.

Amaneció, él me acompañó a coger un taxi para ir a casa, nos despedimos con un beso; recibí unos cuantos mensajes suyos antes de que subiese al avión, agradeciéndome por lo que acabábamos de vivir y diciéndome que jamás se había sentido así, que lo hacía feliz… y nunca más volví a saber de él. Tampoco quise. Espero que esté bien.

 

Lady Sparrow