El Tinder, el gringo y como mi último año de carrera terminó en boda
Han pasado casi seis años desde que terminé la carrera y todavía estoy asimilando ese último año lleno de drama familiar el cual desembocó en el mejor verano de mi vida. Vayamos por partes, Mari Carmen, que nos vamos a perder y todavía no he empezado.
Aparentemente todo iba bien: tenía pareja estable, había sido aceptada en el máster que quería, mi familia estaba orgullosa de mí y parecía que todo estaba bajo control, pero algo no iba bien. Siempre he tenido problemas de salud, desde que era muy niña y por más pruebas que hacían no daban con la causa, hasta que por allá por marzo de ese año el médico internista me confirmó que sufría una enfermedad multisistémica generalmente degenerativa e incurable. ¡Toma ya! Así que, evidentemente, entré en un proceso de negación y en una crisis existencial gorda y decidí cambiar por completo cómo me enfrentaba a la vida.
Mi familia, por su parte quiso meterme en una burbuja y arroparme entre algodones y yo sentía que me asfixiaba, que lo que necesitaba era deshacerme del miedo, salir de mi zona de confort, experimentar, probar, equivocarme… Reté a todos los que no apoyaron a cómo reaccioné antes la noticia y me deshice de todas las ataduras emocionales que no me dejaban evolucionar en la manera en la que deseaba. Yo, la que nunca había sacado los pies del tiesto.
Terminé la carrera, me gradué con mucho drama y volví a casa a pasar el verano antes de mudarme a Madrid para hacer el máster. Retomé el contacto con amistades que hacía años que no veía. Viajé bastante, salí, salí y salí sin control, aunque eso me dejase destrozada e inoperativa por varios días pero, oye, sarna con gusto… Y en una de estas me dio por probar Tinder, ya puestos a experimentar y a probar cosas nuevas… Para alguien como yo que llevaba años fuera del terreno del ligoteo, Tinder parecía muy buena opción para encontrar polvitos casuales, cero compromiso y diversión.
Por allá por principios de agosto, me encontraba bien inmersa en la tarea del swiping cuando lo vi: morenazo de ojos grises, six pack completo, tatuajes horteras por todas partes y una hilera perfecta de dientes blancos impolutos por sonrisa que me bajaron las bragas al instante. Ala, militar americano destinado en Rota. Si es que no podía ser más perfecta la situación, ese sí que no quería compromiso y estaba aquí para pasárselo en grande, como yo.
Al día siguiente decidimos quedar para vernos en un chiringuito antes de que se fuese para Ibiza una semana con sus amigos. Él me había dicho que podía hablar un poco de español; menos mal, pensé porque si no me iba a pasar toda la cita con el traductor de Google porque yo ni papa de inglés. El día de la cita llegué 30 minutos tarde (es que siempre me lío con el Google Maps) y el pobre me esperó pacientemente sin rechistar. Cuando llegué no me lo podía creer… ¡Estaba tremendo! Incluso vistiendo camiseta de tirantes y chanclas. Unos bíceps de acero y alto como él solo. Ese muchacho era mil veces mejor en persona que en fotos, que ya es decir. Cuando nos sentamos en una de las mesas decidió hacerlo a la americana: enfrente de mí. Yo con todo el calentón no me pude sentir más decepcionada: lo quería más cerca a ver si tenía la oportunidad de morrearnos.
Total, después de 4 horas de cita en las cuales me las pasé pronunciando un monólogo (ahora sé que él por aquel entonces ni pajolera idea de español) además de tratar de disimular el enchochamiento por esa sonrisa perfecta y lo bien que olía; el canalla ni amago hizo de besarme y eso que yo había venido dispuesta a echar un polvo. Cuando nos despedimos me tuve que poner de puntillas para plantarle dos besos a modo de despedida. Culpa de la cultura española y del calentón que me dejó.
Visto lo visto, no tenía ninguna esperanza en un segundo encuentro porque esa cita no se parecía en nada a las anteriores originadas en Tinder y evidentemente no tenía claro si le había gustado o no. A lo que hay que añadir que se iba para Ibiza una semana con colegas y todos sabemos lo que se hace en la isla.
Llegando a casa me manda un mensaje diciéndome que se lo ha pasado muy bien y que le gustaría repetir cuando volviese de la isla. Mi yo interior quería decirle: “sí, sí, campeón, a ver si cuando vuelvas vas a pensar lo mismo”. Pues resulta que el nota habló conmigo cada día que estuvo allí y parecía que tenía un manual que le chivaba todo lo que me gustaba y me hacía sentir bien en una conversación.
A su vuelta quiso quedar y yo, con el calentón acumulado después de tanta conversación inocente, también tenía ganas; no obstante, nos fue difícil porque vinieron amigas a visitarme por la feria y no me apetecía para nada que un tío al que casi no conocía saliese con nosotras. El gringo pacientemente me esperó. Cuando se fueron mis amigas me invitó a ir a por helado, ¡helado! Picha, invítame a tu cama o algo.
Fui a la cita del helado, a la cita de la playa, a la cita del centro comercial… y mientras yo sin beso, sin paja y sin polvo. Teníamos citas larguísimas y nos sentíamos muy a gusto a pesar de la barrera lingüística. Era muy risueño, todo hay que decirlo.
Por intervención divina nos besamos, ni me acuerdo del número exacto de citas que habíamos tenido antes. De lo que sí me acuerdo es que fue el-puto-mejor-beso-de-mi-vida: húmedo, intenso, tierno y ansiado. Me tuve que estirar para llegar a su boca y me sentí diminuta entre sus brazos (mido 1,70). Aquella noche salimos de fiesta y me demostró que, a parte de su faceta dulce, era el maestro de la fiesta y la diversión. Era quien organizaba las salidas de sus grupos de amigos y quien tenía un plan para cada ocasión con una organización a la altura de un despliegue militar.
El gringo hizo que ese verano fuese el más increíble de todos, yo que me había dejado anular por el miedo durante muchos años, lo estaba gozando. Tuve un verano lleno de aventuras, locura y desenfreno a lo hollywoodiense. Él se volvía ese noviembre, era el rollo de verano perfecto.
Dos semanas antes de volverse a Estados Unidos, me dijo “tú gustas mucho y quiero tratar long distance relación”. Lo que no quería asumir es que, entre tanto helado, polvo, fiesta y playa, el gringo de ojos grises se había hecho un hueco en mí, había dado con mi parte alocada y desenfrenada además de darme espacio para sanar emocionalmente, recuperarme y aceptar todas mis limitaciones.
Lo que empezó en Tinder aquel verano de rebeldía, terminó en mudanza al otro lado del charco y en boda dos años después. Yo, la que solo quería un polvo y un verano loco con el guiri.
Ana Scobey Garralón