Lo juro, yo aquella noche solo quería bailar. Llevaba demasiados meses de mi vida pendiente del bienestar de los demás. Aquella amiga a la que se le acumulaban los desamores, una madre inconformista que me exigía mil veces más que al resto de sus hijas y un carrera que me asfixiaba clase tras clase.

Una tarde exploté y cité a tres de mis mejores colegas en una cervecería del centro. Era junio, los exámenes habían terminado, y yo estaba hasta las narices de vivir de cara a la galería.

Hoy nos vamos de fiesta, así, con estas pintas y sin haberlo meditado siquiera‘ les dije mientras alzaba una jarra de cerveza helada sintiéndome como una vikinga vencedora.

Ellas me miraron, al principio extrañadas, pero al segundo se unieron a mi plan sin remilgos. Muchos años hacía que éramos las mosquitas muertas que no se metían en problemas, ni bebían, ni se montaban una juerga por todo lo alto. Veintidós años de extrema madurez, viendo pasar nuestra juventud desde una ventana.

Nuestra forma de actuar habitual no era aquella en absoluto. Pertenecer a familias muy conservadoras nos había dado una educación en la que una fiesta de adolescentes y bebida estaba completamente fuera de lugar y, aunque una noche de marcha no tenía por qué significar nada, aquella quedada entre nosotras era toda una declaración de intenciones.

Cerveza tras cerveza el plan se iba animando. Cambiamos de bar en varias ocasiones devorando nuestra libertad y olvidando por unas horas cualquier presión familiar. Tan solo éramos cuatro mujeres jóvenes celebrando, sin hacer mal a nadie.

Ya era madrugada cuando atravesamos las puertas de un local repleto de gente. Agotada por la bebida y mi habitual dolor de pies me senté en un pintoresco sofá mientras veía a mi trío aliado bailando un temazo de rock como si la vida se les fuera en ello. No podía dejar de sonreír. De pronto sentí como alguien intentaba tomar asiento sobre el brazo de aquel sillón. Sentí un golpe brusco y para cuando me di cuenta un chico estaba tumbado sobre mi regazo mirándome con cara de susto.

¡Perdona, perdona!‘ dejó escapar mientras trataba de levantarse sin demasiado éxito.

Yo continuaba un poco en shock por el momento, pero mi única respuesta fue empezar a reírme sin poder parar. Él era David y era esa persona completamente opuesta a mí. Melena larga sujeta en una desaliñada coleta, camiseta metalera, dos pendientes en una de sus orejas y una prominente barba que terminaba en una llamativa punta.

Cuando al fin consiguió levantarse me sonrió desde lo alto pidiéndome perdón una vez más. Y así empezamos mirada arriba, mirada abajo. Yo continuaba sentada moviendo mi cabeza al ritmo de la música, un poco aislada de todo, y él no dejaba de buscarme con sus ojos para regalarme otra simpática mueca. Unas canciones después, nos tuvimos que presentar.

David era la persona más encantadora del mundo. Le había llamado la atención mi aspecto serio pero a la vez hiper animado (yo tengo claro que lo que quiso decir es que parecía bastante rancia pero simpática a la vez). Tenía un par de años más que yo y se dedicaba a reparar motos en el taller de su padre. Poco o nada teníamos que ver aquel chico y yo, o al menos hasta entonces.

Cuando mis amigas fueron conscientes de lo entretenida que yo estaba mientras hablaba con mi nuevo amigo se quedaron simplemente alucinadas. En un par de ocasiones se acercaron a nosotros intentando dilucidar si todo iba bien, pero ante mis repetidos ‘tranquilas, somos colegas’ al final desistieron.

Perdí la noción del tiempo por completo. Solo regresé a la realidad cuando al fin encendieron las luces del local y la música paró para no volver. Eran las seis de la madrugada, y no quería regresar a casa. David y yo habíamos pasado las últimas tres horas hablando y tonteando sin parar, era la primera vez que un chico había mostrado interés por pasar un rato conmigo, y yo estaba tan a gusto a su lado…

A lo único que te puedo invitar ahora mismo es a desayunar‘ dijo David echándose una mano a la nuca. Yo acepté encantada su invitación y tras acompañar a las chicas a la parada de metro más cercana, pusimos rumbo a una churrería ínfima y repleta de gente hambrienta.

Aquella madrugada David me regalo muchas risas y, lo mejor de todo, mi primer beso en condiciones. Sí, había besado a más chicos en toda mi vida, pero ninguno como aquel que él me dio un rato después en la entrada a la boca de metro. Me sentí como en una nube el resto del viaje, la chica que solo quería bailar había encontrado a una persona súper especial. Y volviendo a poner los pies en la tierra, en mi casa me iban a matar…

Hubo bronca, vamos si la hubo. Según abrí la puerta de casa mis padres ya estaban esperando con una mirada entre la furia y la preocupación extrema. Lo que siguieron fueron gritos, preguntas y castigos sin sentido. Promesas que juraban no permitirme salir en lo que me restaba de vida, y reproches sobre mi falta total de decoro. Yo escuchaba seria sin dar respuesta, lo que hacía que ellos se enfurecieran mucho más. Mis hermanos se despertaron entre tanto lío, y yo solo quería dormir y pensar en David.

 

Imaginé que el paso de los días y la llegada de las vacaciones amainaría un poco los ánimos y las represalias de mis padres, pero no fue así. Más de una semana estuve enclaustrada en mi cuarto, con la única compañía de mis hermanas pequeñas. Sin teléfono móvil, sin ordenador, sin televisión. Mis padres habían dejado de hablarme y me trataban como si no existiera. Aquello era tan absurdo que yo ya no sabía si reír o llorar. Tras varios días resignada me harté de aquella clausura obligada, y en un nuevo acto de rebeldía una mañana mientras mis padres hacían la compra salí por la puerta.

No tenía muy claro a dónde ir, llevaba demasiadas jornadas pensando en David e intentando adivinar si él también seguía pensando en mí. No tenía mi teléfono, estaba incomunicada, así que intenté recordar dónde se encontraba el taller de su familia y me dirigí hacia allí mientras mi corazón latía a toda velocidad.

Allí estaba, sentado junto a una moto y manchado de grasa hasta las orejas. Me acerqué nerviosa y para mi alegría él se levantó para devolverme la sonrisa. Decenas de mensajes me había dejado, varias llamadas sin respuesta, David había dado por hecho que yo no quería saber nada de él y yo me sentí como una mierda.

Le expliqué como pude lo que había sucedido, y él no podía creerse tantísima reprimenda por una noche de fiesta sin más.

Eres mayor de edad, tus padres no pueden encerrarte incomunicada, eso es un delito‘ dijo indignado mientras trataba de limpiar sus manos con una mugrienta toalla.

Yo sabía perfectamente que aquel castigo superaba los límites de lo moral. Que mis padres me querían, pero la estricta educación que nos estaban inculcando había sido demasiado en este caso. Intenté excusarlos explicándole a David que yo tampoco les había avisado de mis planes para aquella noche, pero él cada vez abría más los ojos sorprendido por mis ideas sobre quién era el culpable de todo aquello.

Minutos más tarde un hombre gordito y canoso salió de la oficina, con gesto dulce se acercó a nosotros preguntando qué era lo que estaba pasando. David me presentó entonces a su padre y, en un breve resumen, le hizo partícipe de todo lo que había pasado (o de casi todo).

Aquel señor miró a su hijo, me miró a mí y acto seguido me ofreció su casa para pasar el tiempo que necesitara antes de arreglar todo aquel entuerto. Yo temblé y pensé en mi familia, todavía no era capaz de pensar que mis padres fuesen malos conmigo, pero poco a poco empezaba a tener claro que quizás aquellos métodos no eran los correctos.

Acepté el irme a casa de David y su familia, pero tenía la inmensa necesidad de llamar a mis padres y hacerles saber que me había ido. Jamás hubiera imaginado la respuesta de mi padre, que arrancó a mi madre el teléfono de sus manos para amenazar con encontrarme y no dejarme ver la luz del sol en mucho tiempo. Mientras tanto mi madre sollozaba tras él, reprochándome todo lo que les estaba haciendo después de la gran vida que ellos me habían dado. David y su padre me miraban algo asustados, pensando quizás que no debían haberse metido en todo aquello. Colgué el teléfono y lloré sin parar.

Pasaron los días y yo todavía no era capaz de adaptarme a todo lo que estaba pasando. Apenas conocía a David de una noche de fiesta especial, y me sentí culpable por haberlo metido en aquel lío familiar tan complicado. Su madre me había aceptado en su casa con un abrazo, me habían cedido la habitación de su hija mayor (que se acaba de independizar) y yo de pronto pasé de ser la hija perfecta de un militar autoritario a una más en aquella familia de auténticos desconocidos.

Intentaba llamar a casa cada cierto tiempo esperando que los ánimos se calmasen, que mi padre no deseara más represalias y así poder volver para hablar con ellos tranquilamente. David me apoyaba cada día, acompañándome o invitándome a dar un paseo por el barrio. Me ponía al día de cómo era su vida y, en medio de todo aquel remolino de sentimientos, continué conociendo a un chico magnífico que me regalaba sonrisas y ánimo cada día.

Mi madre parecía ser el nexo de unión entre mi padre y yo. Ella estaba decidida a mostrar la bandera blanca en aquella guerra absurda, pero él continuaba seguro de sus planes. No me quería en su casa nunca más. Era su deshonra. Él tenía cada día más claro que su hija mayor ya no existía, que me había ido para no volver y que ni siquiera mis cosas eran ya bien vistas en aquella casa.

Una mañana mi madre llamó a casa de David, me pasaron el teléfono extrañados esperándose lo peor. Era un ultimátum, debía ir a buscar las maletas cuanto antes si no quería perderlo todo. Estaba en la calle.

Fue David el que me acompañó al día siguiente, montados en la furgoneta de su padre y sin saber muy bien lo que nos íbamos a encontrar. Intentaba parecer serena pero por dentro me deshacían los nervios y el malestar por todo lo que estaba pasando. ¿En serio una noche de fiesta había desembocado en aquello?

En el portal de mi casa mis amigas, aquellas con las que había disfrutado de nuestro plan de rebeldía, esperaban para apoyarme. Ellas también habían recibido su castigo, pero en absoluto tan duro y estricto como el que me había tocado a mí. Fueron algunos de sus padres los que intentaron hacer entrar en razón al mío, pero nada había servido. Aquel señor que un día fue mi padre había tomado una decisión unánime y tajante.

Cuando subimos a casa mi madre me recibió entre lágrimas y abrazándome con fuerza. Se había resignado a lo que estaba pasando pero claramente no estaba de acuerdo. Entonces se separó de mí y vio a mi espalda a David. Al instante dejó de llorar, su gesto se volvió serio, muy serio y su única respuesta fue propinarme una bofetada seca y sonora que dejó aquella habitación en completo silencio.

 

Frené los instintos de David y de mis amigas pidiéndoles que la dejaran. Me dirigí callada al que había sido mi cuarto y recogí con rapidez todo lo necesario para abandonar aquel lugar cuanto antes. No volví a ver a mi madre. Ni siquiera se acercó para despedirse. Fueron mis hermanas las que tristes me dijeron ‘adiós‘ y me pidieron el vernos al menos dos veces por semana. Prometí cumplir con ellas y me fui cargando con bolsas y cajas que sumaban toda una vida familiar de la que mis padres habían decidido borrarme.

Han pasado cuatro años desde que la historia de mi vida comenzó. Hasta entonces había vivido creyéndome una mujer madura que al fin y al cabo no era más que una chica cohibida y aislada de la realidad. Tras todo esto descubrí realmente lo que es la madurez y la independencia.

He pedido perdón a David por todo lo que sucedió cientos y cientos de veces. Desde entonces hemos compartido tantas vivencias juntos… Él me ayudó a entender el mundo, a encontrar mi primer trabajo, a adaptarme a un ritmo de vida para el que no estaba en absoluto preparada.

Ese chico heavy me enamoró poco a poco y me conquistó para siempre unos meses después. Aquella noche yo solo quería bailar, pero tras esos bailes había sin duda muchísimo más.

Fotografía de portada