Embarazada de mi follamigo a los 40

(Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora)

 

Si algo me ha quedado claro en los dos últimos años es que no hay que descartar nada en esta vida. 

Andaba cerca de los 40 y tenía más que asumido que ya no sería madre. Y no porque no quisiera. Soy de esas personas que sí creen en el instinto maternal, más que nada porque ha estado toda mi vida llamándome a gritos. El problema es que ya llevaba unos cuantos años encadenando relaciones fallidas y la edad no perdona. Todas sabemos que el paso del tiempo juega en nuestra contra en estos menesteres. En la última revisión ginecológica me habían dicho que mis óvulos ya no servían ni para congelar. Que los embarazos a partir de los 38 eran una quimera. Tuvieron tanta delicadeza que de camino a casa me salieron cuatro canas.

Total, que tan relajada y resignada estaba yo, que una noche de esas tontas con mi por entonces follamigo… nos descuidamos porque la confianza da asco. Cuatro semanas después llegó la vida a ponerme en mi sitio. Cuando vi las dos rayitas en la prueba de embarazo supuse que ese debía de ser el aspecto que tiene una quimera. 

Una vez superada la sacudida emocional inicial, empecé a ver aquello como una especie de regalo del universo. No sabía si era por el subidón de hormonas, pero estaba feliz. Así que tomé la decisión más importante de mi vida, y no solo por el hecho de que por fin iba a convertirme en madre. 

Sin ninguna pretensión, llamé al otro artífice de aquel milagro. La intención era meramente informativa, pura cortesía. Pero no fue capaz de escucharme. Antes de poder tranquilizarle, colgó. Intenté llamarlo de nuevo para asegurarle que no quería nada de él, pero ya me había bloqueado. Aquello me alivió. Yo no sentía nada por él y, al fin y al cabo, ya había puesto bastante de su parte. Había puesto lo que yo necesitaba.

Encaré los meses siguientes con una mezcla de ilusión y miedo. Para empezar, tenía el marrón de contarle todo aquello a mi familia, que por suerte me apoyó. Y luego tuve que asumir que si ya era complicado encajar con alguien cuando eres totalmente libre e independiente, intentarlo con un bombo o un bebé recién nacido sería un absoluto delirio. 

Y así fue como cerré la puerta a una eventual relación de pareja para abrir la ventana de la maternidad. Era casi poético: mi última bala para ser madre había fulminado cualquier oportunidad de encontrar el amor. 

O eso creía. 

No habían pasado ni seis meses cuando la vida se encargó, una vez más, de sacarme de mi error.

Hacía tres semanas que nos habíamos mudado de oficina. La nueva estaba en un enorme edificio ocupado por varias empresas. Las zonas comunes eran un ir y venir de caras nuevas y personajes interesantes. Recuerdo que era martes y salía a toda prisa porque tenía ecografía. Estaba en la décima planta y el ascensor tardaba una eternidad. A mi lado, un chico alto, delgado y con gafas forcejeaba con un paquete de chicles que no conseguía abrir. Me miró y se rio. Y yo, perdida la vergüenza de quien no tiene nada que perder, le ofrecí ayuda. Le cogí un chicle y se presentó. Yo nos presenté a los dos. Bastó un viaje en ascensor para que él entendiera que mi pequeño inquilino no debía detenerle. Y para que yo entendiera que iba a hacer falta algo más que un vestido premamá para frenarle.

 

Anónimo

 

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