En mi familia se usa mucho la expresión ‘nunca digas de esta agua no beberé ni ese cura no es mi padre’.

Y aunque, en principio, ese cura no es para nada mi padre, sí es cierto que me he bebido unos cuantos vasos de esta agua. Es lo que hay.

A lo largo de mi vida me he dado de bruces en varias ocasiones con el shock que supone haber hecho cosas que me había jurado y perjurado no hacer jamás.

Como comer pimientos por iniciativa propia y con gusto, además.

Teñirme las canas.

O ser infiel a mi marido con un hombre que también estaba casado.

No estoy orgullosa de los inicios de mi historia de amor, pero empezamos siendo amantes y, en mi caso, salió bien.

Nos conocimos en el trabajo, aunque no éramos compañeros. Él era comercial de una de las marcas con las que trabajaba mi empresa y venía varias veces al mes por la oficina a hacer sus cosas de comercial con mi jefe, y a charlar y tomarse un café con los curritos un rato después de cada visita.

No es el tío más guapo del mundo, pero sí es de esos que tiene un atractivo natural irresistible. Era el comercial del que más se hablaba por los mentideros de la oficina y el que conseguía que más chicas se unieran al café. Las cosas como son.

Ambos tenemos un sentido del humor muy similar y nos pasábamos todos los encuentros lanzándonos pullas el uno a la otra y la otra al uno. Si bien nunca con intenciones ocultas ni nada que no pudiéramos hacer con el resto de los compañeros. Solo que no lo hacíamos con los demás porque no nos salía de la misma forma.

Vamos, que teníamos el rollito tonto ese de la oficina, sin más, y todo se hubiera quedado ahí si no nos hubiéramos encontrado una tarde que yo había salido a correr y él a andar en su bicicleta.

Charlamos un rato, descubrimos que vivíamos muy cerca y que los dos salíamos a hacer deporte sobre la misma hora.

Coincidimos otra vez esa misma semana.

Dos a la siguiente… y a la tercera nos metimos unas cañas pal’ pecho por lo bien que lo habíamos hecho.

Después de eso, él dejó de salir en la bici para directamente acompañarme corriendo.

Y todos los días terminábamos la sesión en la terraza de una cafetería.

Empecé a sentirme mal antes siquiera de que me sorprendiera con un beso furtivo que, sorprendentemente también, respondí con otro más intenso.

Yo no era así.

Yo no era de las que engañan a su pareja.

Sin embargo, ahí estaba, sentada en la cama de una habitación de hotel diciéndole eso mismo al chico del que me había enamorado como una quinceañera cuando ambos doblábamos esa edad.

Me había prometido que no iba a pasar, sólo íbamos a hablar y aclarar qué era lo que estábamos haciendo, pero… nos acostamos. Y todo el subidón, serotonina, dopamina y todas las cosas acabadas en -ina que sentía se fueron a la mierda cuando entré en la casa que compartía con el que se suponía que era el amor de mi vida, y que por lo visto ya no lo era.

Tuvimos muchos encuentros similares durante unas semanas, pero los dos sabíamos que no podíamos seguir así.

Yo llevaba diez años con mi marido, cuatro casados.

Él llevaba trece de relación, cinco de casados.

¿De verdad íbamos a tirar por la borda lo que habíamos construido con nuestras respectivas parejas por un calentón?

Decidimos que no, que ya de haber sido infieles, al menos les debíamos el esfuerzo de recuperar lo que habíamos sido antes de que un tercero se nos pusiera en mitad del camino.

Obviamente, no funcionó.

Estuvimos dos meses sin vernos ni hablarnos y creedme que fueron algo más de sesenta días de pura agonía.  

Hasta que él volvió a la oficina dentro de mi horario, a pesar de que las últimas visitas las había hecho a última hora de la tarde. Justo para evitar encontrarse conmigo allí.

Y a mí el corazón se me salía del pecho.

Y fingí una llamada muy importante para quedarme sentada en mi mesa cuando todos los demás se fueron al café y las risas.

No obstante, el mal ya estaba hecho, horas después me mandó un mensaje y nos vimos esa tarde.

Durante el reencuentro hubo besos, sexo y hasta lágrimas.

En pocas semanas los dos estábamos firmando nuestros divorcios y en unos meses nos fuimos a vivir juntos.

Como ya he dicho, no estamos especialmente orgullosos de cómo empezó lo nuestro ni de haber engañado a nuestros ex, por breve que fuera el engaño.

Así fue como ocurrió y eso ya no lo podemos cambiar.

Pero han pasado más de diez años, hemos formado una familia y, además de habernos reconciliado con nosotros mismos y con nuestros remordimientos, seguimos queriéndonos y deseándonos como entonces.

 

Anónimo

 

 

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