Conocí al único hombre que ha habido en mi vida con diecisiete años. Fue el primer chico que me gustó de verdad, mi primer beso, mi primer novio y, en cuestión de semanas, el centro de mi universo. Yo era ingenua y un poco fantasiosa y no me costó nada creer que el nuestro era un amor de esos de las películas de Hollywood. No dudé en casarme con él antes del nuestro primer aniversario de noviazgo, ¿por qué retrasar lo que iba a suceder de todas formas?

Tampoco dudé en intentar quedarme embarazada ya en la misma luna de miel. Él quería que tuviéramos hijos lo antes posible. Un niño era lo que quería en realidad, una niña ya no le hacía tanta gracia.

Por eso no me fue a buscar al hospital cuando me dieron el alta después de dar a luz y de haberme quedado a recuperarme del parto sola. Estaba demasiado decepcionado.

 

Yo me enfadé muchísimo. ¿Cómo me había podido hacer eso? ¿Cómo creía que podría controlar que nuestro bebé fuera de un sexo o el otro?

Llamé un taxi, me fui directa a casa de mis padres y allí me hubiera quedado si él no hubiera venido a buscarme. Tan arrepentido y cargado con aquel ramo de flores enorme.

Me cruzó la cara en cuanto entramos en nuestro piso, aún con la niña recién nacida en brazos.

Me lo merecía, le había avergonzado delante de toda mi familia. Los rumores llegarían a la suya, a sus compañeros de trabajo. Era una cría inmadura, egoísta e inútil.

Lo estoy escribiendo todavía con la leve sensación de que lo que me decía era verdad. Se me ha quedado un poso dentro que no soy capaz de eliminar del todo. Porque fueron muchos años viviendo bajo el yugo de un hombre que no sabía querer ni tratar con respeto a nadie que no fuera él mismo.

Solo me levantó la mano un puñado de veces más a lo largo de los más de cuarenta años que estuvimos juntos. Pero, aunque nunca lo reconocí mientras conviví con él, ahora soy consciente de todas las formas de maltrato que empleaba conmigo. Mis hijos intentaron abrirme los ojos en muchísimas ocasiones. Sin embargo, no fue hasta que mi marido falleció que entendí lo que me había hecho desde aquel bofetón brutal hasta el mismo día de su muerte.

Y comprendo que pueda parecer una desalmada y una malísima persona, no obstante, lo diga abiertamente o no, sé muy bien que enviudar fue lo mejor que me pudo pasar.

Me llevó meses levantar cabeza, aunque, cuando lo hice, sentí un alivio que no puedo describir con palabras. Jamás fui tan… libre. Jamás me dediqué tanto tiempo a mí misma. Llevaba décadas sin irme a dormir tranquila. Ya no tenía que pasarme el día midiendo mis palabras. Controlando sus estados de ánimo, sus necesidades y sus emociones por encima de las mías y las de cualquiera.

 

 

Ojalá hubiera podido experimentar esta otra vida cuando era joven y aún la tenía toda por delante. Supongo que nunca es tarde y que soy afortunada de poder disfrutar mi nueva libertad junto a mis hijos y mis nietos. Ya sea por un par de meses o por veinte años, me prometo que los viviré al máximo.

 

Anónimo

 

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