Ayer, en el gimnasio, me encontré con esa chica.

Esa, a la que parece que el mundo entero le sonríe. Para la que el sol espera y cuando ella abre los ojos, entonces sale, brillante y lleno de posibilidades, para iluminarle un día que seguramente será tan maravilloso como ella.

A la que todo le sale bien. La que redefine el concepto ‘flor en el culo’. La que tiene estrella, melenaza y esos conjuntos perfectos que se sudan justo en el sitio correcto. A la que miran al pasar. Para la que las máquinas se quedan libres. La que exhala grititos a causa del esfuerzo con todo el glamour.

La chica que te hace autoconvencerte de que, sin duda, la sociedad de clases sigue vigente. Y, sin duda otra vez, ella está varios estamentos por encima de ti.

O por lo menos… todo eso me pareció a mí al verla en el reflejo del cristal que tenía en frente, mientras me esforzaba por no echar los pulmones entre bocanada de aire y quejido de “quién me mandará a mí”, subida a la cinta de correr y prometiendo a los dioses antiguos y nuevos que, si me hacían el favor de dejarme seguir viva para hacer cinco minutos de ejercicio más, intentaría —de verdad de la buena—, reducir la ingesta diaria de café.

Yo, con mi suéter oversize de Dirty Dancing y mis leggins dados de sí, intentando mantener el ritmo y un paso decente mientras ella, esa chica, realizaba la complicadísima tabla de musculación sin que un solo pelo de su tremenda melena se le saliera del sitio. Puede que hasta llevara una capa de maquillaje que convertía en glitter su sudor… pero esto último puede ser fruto de la pájara que me estaba dando a mí, que a fuerza de tanto compararme, para mal; sentirme pequeñita, para mal y autoflagelarme —para mal, mal, mal—, estaba deseando que quien fuera se me acercara y, como el tiro de gracia que se da a quién ya no puede más… me arrinconara forever and ever.

Me fui a mi casa sintiéndome una mierda. Así. El sudor que otros días me hacía pensar que había hecho un buen trabajo, me asqueaba. Mi ropa cómoda me disgustaba y mi aspecto, en general, era mediocre. Que dio igual haber conseguido reunir fuerza para hacer una hora de ejercicio después del trabajo; no importó qué méritos personales hubiera logrado en ese día, ni lo mucho que los hubiera planificado previamente hasta verlos cumplidos… nada de eso tenía ya peso, porque esa chica se lo había quitado con el suyo. Seguramente normativo, dentro de todos los baremos y perfecto para compartir portada con Elsa Pataky.

Esa chica, de un golpe de coleta, de un certero movimiento de culito respingón embutido en mallas a juego con top perfectamente ceñido, había roto de un plumazo con todas mis buenas intenciones. Ella, que no había abierto la boca, había interpretado solita los papeles recurrentes de todos mis complejos e inseguridades; convirtiéndose en la compañera de facultad que me había dicho que no era lo bastante guapa, la dependienta que no supo esconder la sonrisa de suficiencia al pronunciar las palabras ‘no tenemos más tallas’ y todas aquellas personas que, a lo largo de mi existencia, me habían hecho de menos. A la cara o no.

Esa chica provocó que yo olvidara que mi carrera es conmigo misma. Me llevó a llenarme de comparaciones, que siempre son odiosas. A medir mi progreso y a mi persona por un rasero que solo le corresponde a ella, y lo que es más importante; devaluó mis esfuerzos, mis metas y logros, hasta que éstos se convirtieron en un montón de cenizas.

Esa chica perfecta, por la que las nubes se levantan y en cuyo patio seguro que caen chaparrones de azúcar y limón, no era, en realidad, culpable de que yo saliera del gimnasio con una imagen completamente distorsionada de mi persona. Ella, que se centró en hacer su ejercicio y maximizar su tiempo de entrenamiento como mejor pudo, seguro, carga con sus propios problemas y preocupaciones. No es responsable de que parezca que la vida existe para sonreírle; porque probablemente, no lo sienta así.

Todas y todos, somo ‘esa chica’ para alguien. Siempre existirá una persona que nos mirará creyendo que al levantarnos por la mañana nos tomamos dos cucharaditas de buena suerte con el café con leche y por eso, todos nos va rodado. Es inevitable compararse, y tristemente, casi siempre lo hacemos para mal. Vemos en el éxito ajeno lo que a nosotros nos falta, en los méritos del resto aquello que no hemos podido alcanzar, en el triunfo del de al lado, nuestro fracaso más absoluto… y así, sumamos y seguimos, siempre insatisfechos, siempre bajando escalones en esa molesta pirámide social que, encima, es imaginaria.

Por mi parte, llegué a casa, me di una ducha caliente y un buen sermón ante el espejo. ¿Estaba dónde quería estar? No. ¿Había avanzado más que el día anterior? ¡Toma, pues claro! Entonces, ¿qué importa la melena o el conjunto ajeno? ¿Y qué si su cuerpo me pareció más perfecto o proporcionado? ¿Acaso el mío no me lleva y me trae alegrías, placeres y un montón de planes? Me repetí, otra vez, que compito conmigo; pero no como mi enemiga, sino como esa voz susurrante que me impulsa a seguir adelante, a subir un peldaño más cada día, a esforzarme sin perder de vista MIS metas reales, a no compararme si el resultado de esa comparación va a tirarme por tierra. A quererme y respetar que si he llegado donde estoy, es porque he sido fuerte y valiente para no rendirme cuando creí que no podía.

No soy mi némesis, ni el villano de mi historia; soy mi mayor aliada. Mi acicate. Mi fuerza. Mi temperamento. Soy el empuje y el grito de ‘venga, un poco más’; pero también el ‘hoy no se puede, y no pasa nada’. Soy perfectamente capaz de valorar el esfuerzo de otros siendo consciente de que su avance no es, ni debe ser, el mío.

Y para los que soy ‘esa chica’, decirles que no hay fórmula mágica más allá de buscar objetivos reales, totalmente adaptados a uno mismo. Persigue tus sueños y no dejes que el ruido de las fantasías de los demás te distraiga de tus propósitos. Esa chica, para la que el sol sale, para la que el mundo sonríe, la que desayuna suerte líquida… eres tú. Somos todas; todos los días.

No renuncies a ser la estrella principal en tu propio cielo; nadie interpretará el papel mejor que tú.

 

Romina Naranjo