“Escribe un libro, planta un árbol, ten un hijo”.

Son los objetivos vitales recomendables si lo que quieres es dejar tu huella en el mundo. Yo no aspiro a tanto. Me conformo con dejar un impacto positivo en las personas que me rodean y ser respetuosa con el entorno.

El hijo está descartado. El libro lo tengo escrito, así que “check”. El árbol quise plantarlo hace poco en el huerto de detrás de mi casa. ¡Qué ilusión! A mi pareja y a mí, que estamos en contacto continuo con la naturaleza, nos gustaba la idea de ver día a día cómo algo crece y toma forma desde la tierra. Nuestro bebé particular, que en poco tiempo nos saludaría majestuoso al salir al jardín de atrás.

Por supuesto, todo el proceso iba a estar bien documentado en Instagram. A ver si nos convertíamos en microinfluencers de las buenas acciones, no de los que te hacen sentir inseguridad y te instan a comprar cosméticos.

Buscamos unas semillas de melocotonero. Ya puestos, si además de admirar su belleza nos daba frutos, mejor. Semillas queríamos, ¿eh? Semillas, que hay hasta que germinarlas. El proceso desde cero, como está “mandao”, no un arbolito ya medio fuera que trasplantar en el huerto, sin más.

Seguimos las instrucciones que encontramos por Internet y las plantamos en una maceta, esperando a que echara los primeros brotes en casa antes de pasarla al que sería su hogar definitivo. Comparo la experiencia de ver aquellas primeras hojitas verdes a las de descubrir un planeta nuevo. Nunca he descubierto uno, pero os aseguro que sé lo que se siente.

Nuestros amigos compartían nuestro entusiasmo en redes sociales, dando consejos de cuidados y contándonos sus aventuras agrícolas. Algunos no habían sembrado más que yerbas aromáticas en su terraza, pero les hacían sentir el mismo orgullo que el que recoge los rendimientos de un campo de fresas de 50 hectáreas.

Llegó la hora de trasplantar, ¡a por un nuevo hito! Iba todos los días a verlo. Había buscado ya cómo hacer mermelada de melocotón y seleccionado a los vecinos que mejor me caen para darles unos cuantos. ¡Qué bonito se iba a ver! Todo eso siempre compartido con rigor en la cuenta de Instagram, por supuesto.

Pasaban los días y aquello tenía un aspecto raro, aunque nuestro entusiasmo estaba intacto. Era nuestro árbol, saldría como quisiera y sería como quisiera ser. ¡Sí a la diversidad! ¿No hay naranjos finos como un meñique? ¿No hay palmeras secas por culpa del picudo rojo, y ahí siguen? No podíamos darle la espalda a nuestro bebé.

Una buena mañana, decidí grabarme saliendo de casa para la visita de marras a mi creciente y hermoso arbolito.

“¡Buenos días, amigossss! Vamos a echarle un vistacito al melocotonero, venid conmigo”.

Y allá voy, en chanclas y con calcetines pisando la tierra del huerto. Eso os puede dar pistas de mi nivel de conocimientos del campo. No me hubiera tomado en serio ni mi sobrino de dos años.

Hago un breve plano del área y publico en mis historias. Yo sabía que había cientos de personas expectantes.

Dadas las cotas de popularidad que estaba alcanzando en aquel momento, no es de extrañar que recibiera la friolera de UN mensaje directo en cuestión de minutos.

Tía, eso se parece mucho a una mala hierba de aquí.

¿Cómo? ¡Qué sacrilegio! Escribirme para decir eso, ¡qué atrevida! ¿Le escribo yo a alguien para decirle que su perro es feo como para asustar a todos los niños del parque? No, ¿verdad?

—No, no querida, todo va bien—, le dije.

Llegamos a plantearnos que el trasplante no había salido bien, pero confiábamos en que el tronquito estaba oculto debajo de aquella presunta mala hierba. Tarde o temprano, la vencería y saldría airoso.

Pero, como aquello seguía teniendo un aspecto raro, nos tragamos el orgullo de padres y le preguntamos a un vecino que sí que sabe de campo.

—Plantamos hace unos días un melocotonero y…

Aguantamos estoicos las típicas burlas a novatos: que si la juventud, que si los urbanitas que intentan descubrir el campo… Y luego nos dijo que aquello era una mala yerba y la arrancó sin contemplaciones, provocándonos un nudo en el estómago de forma instantánea. Me faltó llorar.

Eliminé la historia de Instagram esperando que nadie se hubiera dado cuenta, y ya no publiqué nada más. Me moría de la vergüenza. Evidentemente, nadie me preguntó al respecto. Todo el mundo había olvidado mi puto melocotonero, si es que alguna vez habían estado interesados en mis burdos intentos camperos.

Sí, esto es otra historia para alimentar el arquetipo de “urbanita” que se siente “cool” y posturea en redes sobre el encanto de lo rural. “Mira, mira, cómo planto, mira qué eco soy”. Como la gente que va al norte y exclama continuamente: “¡Oh, mira, vacas!”, como si fueran aliens.

Pese a todo, no descarto volver a intentarlo. Deseadme suerte.

Esse