No recuerdo en qué momento pasó, en qué instante mi cerebro hizo click y de repente, sin buscarlo, cambió nuestra forma de mirarnos, de hablarnos, de rozarnos.

Pero ahí estaba, esa estúpida sensación de nuevo, el nudo en la boca del estómago, el tiemble de mis manos, la necesidad imperiosa de buscar excusas para encontrarte.

Ese día quedará grabado en nuestra memoria mucho tiempo. Estuvimos todo el día organizando una fiesta para uno de nuestros amigos. Prácticamente sin encontrarnos, pero teniéndonos totalmente localizados. Porque esto funciona así, cuando existe una conexión entre dos personas, de manera inconsciente, entran en un bucle de búsqueda y captura continuo.

Lo que empezó con cervezas, continuó con ronda de gin-tonics y nos plantamos rápidamente en las 2 de la mañana. Como en otras noches que hemos compartido, parece ser la hora mágica del toque de queda, porque es cuando el grupo empieza a disolverse poco a poco. Y así nos quedamos unos pocos, debatiendo entre el dilema de retirarse o subir la apuesta y quemar la noche.  Recuerdo que cuando nos preguntaron a nosotros lo primero que hicimos fue taladrarnos con la mirada, pendientes de la respuesta del otro, porque sabíamos que fuera la que fuera, el otro le seguiría.

Y así fue. A las 3 de la mañana entrábamos en aquel garito de moda dando la noche por perdida. Pero no importaba, en ese momento a ninguno nos importaba, porque en nuestro radar aparecía el otro como un punto centelleante e insistente. Recuerdo que bailamos, reímos, bebimos y prácticamente ni nos tocamos. Pero ahí estaba esa tensión, creciendo a cada minuto, a cada segundo, a cada mirada. Recuerdo haber ido al baño simplemente para respirar, para ralentizar mi corazón desbocado y mis nervios a flor a piel. Para exigirme una y mil veces: “No, no puede ser, esa línea es infranqueable.”

Y sobreviví, vaya si sobreviví, al menos hasta el momento de la despedida. Recuerdo que nos fuimos antes que el resto, salimos juntos sin ni siquiera rozarnos, y nos paramos en la acera. Empezamos a hablar de cosas banales, porque en el fondo, ninguno quería irse, ninguno quería cortar esa conexión. Pero siempre tiene que haber un valiente, y en ese momento, lo fuiste tú: “Creo que es mejor que te vayas”. Y yo suspiré, “Sí, tienes razón, me voy a casa”. Un abrazo eterno y media vuelta de camino a la hilera de taxis que esperaban en la puerta.

Y cuando por fin pensaba que estaba a salvo, me llamas. Y yo me giro y me dirijo a ti, con el piloto automático. Y entonces pasa, mi perdición. Me coges la cara y me besas, sin prisas, despacio, con delicadeza. Y ese beso me sabe a alivio, a tensión descontrolada, a emociones retenidas que están siendo liberadas. Ya ves, vuelve a tocarte ser el valiente una vez más.

Cuando nos separamos, sonreímos, suspiramos e intercambiamos los papeles. Esta vez me toca a mí ser la valiente: “Creo que me voy a casa” – “Sí, será lo mejor”. Y ahora sí, inicio decidida mi camino al taxi, sin mirar atrás, aun sabiendo que me observas y no te vas hasta que el taxi arranca. Aun sabiendo que me he quedado tocada y hundida. Pero es que no puede ser, los dos lo sabemos. Al menos, esta vez no.

 

Ms. Swalow