Hace unas semanas conocí a un chico que me gusta un montón.

Me gustaría contaros que lo nuestro fue un meet-cute de novela romántica maravilloso, pero estaría mintiendo. La verdad es que nos conocimos en un bareto cutrísimo, a las tantas de la noche y un poquito bastante pasados de copas. Tanto que, aunque sé que era dueña de mis actos cuando nos acostamos, apenas si tengo recuerdos de cómo nos fue. Menos mal que en algún momento nos dimos los teléfonos y que él me escribió y quedamos. Volvimos a vernos unos días después. Para cenar y hablar. Completamente sobrios, además.

A mí su versión juerguista y borrosa ya me gustaba, pero la tranquila y perfectamente delineada era todavía mejor.

 

Nos tomamos la cita con mucha más calma que nuestro primer encuentro. Hablamos, nos preguntamos lo que no habíamos hablado aún por WhatsApp, reímos mucho y paseamos despacio hasta su piso. La cosa se descontroló en cuanto entramos. Seguíamos sobrios, pero estábamos borrachos de anticipación. Por lo que no hubo necesidad de seguir alargando el momento ni de posponer lo que llevábamos toda la noche planeando. Qué digo toda la noche, casi una semana llevábamos esperando la repetición de la jugada. Nos sobraban los convencionalismos, la copa que dijimos que nos íbamos a tomar y la ropa que llevábamos encima. Corrimos al dormitorio, nos desnudamos a toda velocidad y, cuando me di cuenta, lo tenía entre las piernas dándolo todo.

Qué entrega, madre mía. Yo no sé si fue por la acumulación de ganas o porque el chico había tomado notas la otra vez, pero me tenía justo donde quería. Y él estaba donde lo quería yo. Con manos y lengua y por todas las partes interesantes. Estaba en tantos sitios a la vez, que no sabría decir bien qué es lo que estaba haciendo con cada cosa. En medio de aquel placer indefinido, él levantó la cabeza y me preguntó si me gustaba lo que estaba haciendo. Y yo, perdida en aquella nebulosa orgásmica, no supe a qué se refería en concreto. Pude preguntar, pero preferí responder que sí para que siguiera cuanto antes. Ay… qué cagada.

No lo supe esa noche. Averigüé que debería haber sido más consciente de mi respuesta durante nuestro siguiente encuentro. Y el siguiente y los sucesivos…

 

Porque ahora que le voy conociendo y sé cómo se mueve en la cama… sé que se refería a ese dedito intruso suyo que, lo hagamos como lo hagamos, siempre termina dentro de mi culo. Siempre. La primera vez juraría que fue un tanteo por los alrededores, pero desde entonces ya no se corta nada en entrar hasta la cocina. Cosa que ahora sé que no me mola nada. Me pone supernerviosa, de hecho. Lo cual es un problema, porque él se cree que me flipa. Se quedó con la copla y no hay manera de que renuncie a taparme ese agujero que no quiero que me tape. Lo que pasa es que me da rollo pedirle que pare y tener que confesar que aquella noche respondí por responder. Porque, además, me da vergüenza.

No tengo problema en desnudarme y tener sexo con él de todas las formas posibles (menos por el culo, claro), pero me da muchísimo palo pedirle que deje de tantearme el ojete porque lo odio. Como que no tengo confianza para eso, por estúpido que parezca.

Si es que soy imbécil, pero necesito encontrar el modo de hacerlo. Porque me gusta mucho, pero estoy empezando a dejar de disfrutar el sexo con él por culpa del maldito dedito intruso.

 

Anónimo

 

Envíanos tu Follodrama a [email protected]

 

Imagen destacada