Mi sobrino pequeño tenía cuatro años y aquella Navidad le había prometido que lo llevaría a conocer a Papá Noel al centro comercial. Me apetecía tanto el plan como tirarme por un puente, pero soy su tita preferida y tuve que cumplir.

Después de una larguísima espera de casi una hora ya nos íbamos acercando al pequeño poblado navideño donde se encontraba Santa junto a sus diminutos elfos. En seguida me fijé en que el chicuelo que se escondía bajo aquella larga barba y la inmensa barriga no era ni mucho menos un viejete, y me empezó a llamar la atención lo guay que lo estaba haciendo con los peques.

Cuanto más cerca estábamos, más lo miraba. Hacía bromas a los niños (no se preocupaba siquiera en cambiar la voz) y yo me reía fijando mis ojos en él. No fui nada discreta, la verdad.

Cuando al fin fue nuestro turno mi sobrino se subió a sus rodillas y tras soltarle toda la retaíla de regalos que pedía en su lista, le preguntó si podían sacarse una foto juntos. Papá Noel rápidamente contestó: “¡Venga! Pero que salga la mami también”. Me dio la risa y aclaré que yo era la tía, fue entonces cuando se dirigió hacia mí y me preguntó qué pedía yo por Navidad mientras me guiñaba un ojo.

¡Abuffff! Sin cortarme un pelo respondí en voz baja: “No sé si este año me caerá algo, no he sido muy buena”… Y continué mi camino hacia la salida sonriendo y devolviéndole el guiño.

Esa noche salí de fiesta con mis colegas. En uno de los pubs más petados de la ciudad de pronto se me acercó un chico que me susurró al oído: “¿Entonces? ¿Me vas a explicar ahora por qué has sido mala?”. Papá Noel estaba como un queso y me seguía el juego como pocos habían sabido hacerlo.

Después de un rato de tonteo entre copas, me largué con él a su humilde morada. Al entrar en su cuarto y ver el disfraz rojo y blanco sobre una silla, no sé por qué, pero me puse como una moto. “¿En serio quieres que me lo ponga?”.

Mi nuevo amigo pensaba que era una broma pero sí, mientras yo me desvestía él se enfundó aquel mullido traje. Barba y peluca incluidas, no le faltó un detalle. Cuando me senté sobre él a horcajadas intentó desprenderse de todos los pelos, pero a mi aquello me estaba molando demasiado y le pedí que por favor aguantase un ratillo.

Papá Noel con los pantalones por los tobillos, empotrándome muchísimo y de qué manera. ¡HO-HO-HO, AMIGAS! Que muchas diréis que es un poco enfermizo sexualizar una figura tan adorable, pero el juego de miradas de aquella tarde y el flirteo había hecho mucho, o más bien todo. Ese sí que fue todo un rollito navideño.

Al rato el calor nos pudo a ambos y terminamos la faena en pelotas, ¡qué pivonazo se escondía bajo aquel atuendo de viejo entrañable!. No pude remediarlo, me trisqué a Santa y a Santi (así se llamaba) también, un par de veces. Fue una noche en la que apenas hablamos sobre nosotros, nada más allá de seguir con nuestro juego.

Durante todas las fiestas ese año él pasó las tardes en su trono en medio del centro comercial, y yo al verlo no podía remediar el volver a guiñarle el ojo. ¿Ves cómo no puedo ser buena, Papá Noel?…

 

A.P

 

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