¡Hola de nuevo, amigas de WeLoversize! Soy Anita Dinamita, aquella que os cuenta las peripecias de sus amigas, por ejemplo, cómo su amiga Lauri encontró el amor en Tinder. Pero me parece justo contaros algún follodrama que he vivido yo, en mis carnes morenas (bueh, tampoco tanto, bronceadillas, si eso).

Pues bien, os voy a narrar la historia de cómo mi tarjeta de crédito me metió en un lío y evitó que yo solita me metiese en uno mayor. Preparaos, coged palomitas.

Pues veréis, llevaba un tiempo hablando con un chico muy majo, lo llamaremos Pepe. Había conocido a Pepe por unos amigos en común, y nos llevábamos bastante bien. Mensajitos de WhatsApp, que si te mando un selfi, que si audio de buenos días… Todo cuqui, todo bien.

Y una tarde recibí una buena noticia del curro (soy ingeniera informática en una empresa guay), así que le dije a Pepe que lo invitaba a cenar. No tardó ni tres minutos en responder que claro, que dónde me recogía y a qué hora.

Total, que me recoge en su coche (cochazo), puntualmente, y nos vamos a cenar a un sitio caro de la ciudad. Bastante caro. De los que no tienes suelto para pagar ni aunque quieras. Pero un día era un día.

Y yo sintiéndome tal que así.

El restaurante era genial, la cita, porque era cita, iba muy bien, aunque él olía a AXE que tiraba de espaldas… Pintaba bien. Parecía que tenía ganas de que yo me convirtiese en su postre. Pues nada, pido la cuenta, sin ningún problema, aunque me quedase con ganas de probar la tarta sacher.

En eso que llega el camarero con la carpetita para que deje mi tarjeta, yo la dejo, como una reina, y él se marcha. Al cabo de un momento vuelve y se me acerca para hablarme en voz baja:

«Lo siento, señorita, pero la tarjeta no funciona.»

Pam, jarrazo de agua fría. Con lo bien que estaba yendo todo… Pepe se nos queda mirando, extrañado. Visualizo que me está imaginando como la morosa de turno. Quiero decirle que es la primera vez que me pasa, porque es verdad, pero sé que todo serían excusas chapuceras.

«¿Cómo que no funciona?», le pregunto al camarero.

«¡Tarjeta hija de putaaaaa!» Le habría hecho vudú de haber podido.

Lo acompaño, cabreada porque algo electrónico a mi alrededor se estropee, y cuando me enseñan mi tarjeta recuerdo que la semana anterior se me había caído en medio del parque mientras hacía running y que la había recuperado de milagro. Normal que no funcionase.

El problema es que no tenía más tarjetas, pero les pido un momento con mi móvil para arreglar el asunto. Vuelvo a la mesa, en la que un desconcertado Pepe se está preguntando qué pasa, sonrío como si todo el berenjenal fuese lo más normal del mundo y vuelvo con mi móvil a la caja.

No me resulta difícil saldar la cuenta con un par de movimientos de informática, porque siempre pago mis deudas, como un Lannister. El Tyrion Manu, el novio de Lauri, estaría orgulloso. Seguro que parecía un poco Hackergirl desde fuera, porque a la que me giro hacia la mesa, veo que Pepe no está.

Yo, con mejor peinado y menos bigotillo.

«¿Pero qué…?»

El camarero me cuenta, o me confiesa, no sé, que ha visto a Pepe mirando todo el rato hacia nosotros y que en cuanto me ha visto arreglar lo de la tarjeta al estilo CSI Cyber ha salido pitando de allí.

¿El drama? Que no follé, claro, pero el restaurante me invitó a una copa por todo el lío, aunque no había sido culpa suya. Y además después me enteré de que el tipo este, Pepe, debía dinero en todas partes, incluso en el concesionario del que sacó el cochazo, y que había tenido un par de novias a las que había timado bastante dinero. Me salvó mi tarjeta estropeada. Así que es cierto eso de que no hay mal que por bien no venga.

 

Anita Dinamita

 

Imagen destacada