Esta historia es un drama por partida doble. Es una tragedia al cuadrado. Porque cuando ya pensaba que mi vida no podía ser más triste, ¡eeeepa! Llegó casi la peor parte. Si es que no se puede ser tan pardilla ni queriendo…

Diecisiete años recién cumplidos. La adolescencia, ¡qué etapa tan pletórica! Bueno, casi. Instituto, discusiones casi diarias con tus padres, novietes y novietas, tú contra el mundo en general. Y yo, pues también, que no había día que no me despertara dándole vueltas a una nueva comedura de tarro totalmente inconsistente.

Y la mayor de ellas por aquel entonces fue que tarde y mal, me tenían que poner ortodoncia. Sí, esos hierros en los dientes que por norma general te colocan cuando estás terminando la primaria. Pues nada, que mi dentista decidió ‘arruinarme’ el último año de instituto (y alguno que otro de universidad) adornando mi boca con unos brackets maravillosos. Que encima el tío tuvo la gran idea de preguntarme si quería las gomitas de algún color ‘chuli’, y yo estuve a puntito de decirle que las gomitas se las metiera por donde él ya sabía.

Pero por el bien de mi dentadura, no opuse resistencia. Así que allí estaba yo, una adolescente contra el mundo, soportando las tonterías que muchos de mis compañeros tenían que opinar sobre mi ‘boca robótica’ (si es que no se puede ser más ingenioso…)

Tenía novio, mi chico desde hacía pufff… ¿cuatro meses? Toda una pareja estable como podéis ver. Él al menos se había comportado como un chico un pelín más maduro y no se cachondeó de mi boca (o no lo hizo en mi cara). Tan ‘riquiño’ mi chico. Y, claro, nosotros de vez en cuando quedábamos a solas y jugueteábamos un poco entre nosotros, como está mandado.

Llevaba apenas tres semanas con aquel aparato enganchado en mis dientes y desde entonces no nos habíamos dado ni un mísero beso del puñetero dolor de muelas que tenía. Era una presión insoportable en cada parte de mi boca. Así que cuando, al fin, empecé a ver la luz y la tensión comenzó a remitir, le dije a Santi que se pasara por mi casa que me apetecía jugar un ratillo.

Allí que se vino él raudo y veloz, era como Tele-polla. Mis padres estaban en el curro, unas horitas por delante para nosotros solos, la boca ya no me dolía, tenía un paquete de condones enterito… La tarde prometía visto lo visto. Nos empezamos a besar y, con algún que otro ‘ay, ten cuidado’ porque todavía no controlaba yo los hierros, todo iba como la seda.

Nos tumbamos en la cama y la cosa se empezó a calentar muy mucho, empecé a besar a Santi mientras nos desnudábamos y rápidamente me dirigí a su paquete. Abrí la boca y empecé a chupar como si no hubiera un mañana. Mi chico estaba como una moto y gemía dándome las gracias por todos los manjares que yo me estaba merendando. Yo metía y sacaba su miembro de mi boca algo dolorida, pero lo estaba gozando lo más grande. Así que me vine arriba y le hice una garganta profunda de manual.

‘To pa dentro’, pensé cachonda perdida. Y noté como mis labios llegaban a la base de su pene. Tras unos segundos de movimientos que cubrían toda mi cavidad bucal, y procurando no asfixiarme, comencé a sacar la polla de nuevo para afuera, pero entonces…

‘Aaaaaaaayyyyyy’ gritó Santi dándome un susto de narices.

Yo entonces levanté rápidamente la cabeza y al hacerlo sentí unos pequeños tirones desde mi boca. No entendía nada de lo que estaba pasando hasta que él, algo desorientado me explicó que le había tirado de los pelos de los huevos. Yo empecé a buscar el motivo, revolví en mi boca, pero no encontraba ni rastro de vello. Fue entonces cuando me rallé muchísimo, me levanté y fui directa al baño temiéndome lo peor.

Y ahí estaban… Tres putos pelos de los huevos de mi novio completamente enredados en mis brackets. Gruesos como ‘cañotes’ y negros como el hollín. Visibles a distancia, al menos dos de ellos porque el tercero se había alojado en una de mis muelas.

¡Me cago en el dentista, en las ortodoncias y ya de paso en los cojones peludos de mi novio! Yo seguía en el baño intentando valorar cómo solucionar el problema, y mientras tanto lo continuaba escuchando a él soltar tonterías sobre cómo le dolían los bajos tras la depilación.

Le pedí que dejara de quejarse, que tenía problemas mucho más graves, que a ver si al menos se recortaba un poco el jardín, que menudo estropicio habíamos hecho. Y como buen adolescente sin dos dedos de frente, en lugar de ayudar se descojonó de risa haciendo bromas sobre sus pelos en mi ‘boca-robótica’. Lo largué de casa con tres pelos menos en los huevos y con un polvo a medio echar. ¡Arreando! Y yo intenté sin ningún éxito desenredar aquella maraña que había en mi boca.

No comprendía como con una mamada y unos jugueteos con la lengua podía haber llegado a liarla tantísimo. Si lo hubiera querido hacer, ni de coña lo conseguía. Me lavé los dientes, utilicé los cepillos interdentales, probé con un poco de hilo… nada, lo único que conseguía era ponerme más nerviosa por segundos.

Mis padres llegarían a casa y yo los saludaría sonriente con tres pelos gigantes que asomaban de entre mis dientes. Su hija, la garganta profunda, había tenido un éxito arrollador aquella tarde. ¡Me iban a matar…! Se me encendió la bombilla y decidí que ya de no poder deshacerme de ellos yo misma, al menos que no colgaran tantísimo (que menuda longitud tenían aun por encima) así que con mucho cuidado recorté punta a punta dejando tan solo el nudillo imposible de deshacer.

Zafé como pude, porque a pesar de todo si te fijabas, aquellos pelos púbicos se veían igualmente. Cené rápido, con unas arcadas terribles porque no podía dejar de pensar en los puñeteros pelos enganchados en mi boca, y con una excusa más de muchas que había puesto en mi vida, me volví a mi habitación.

Al día siguiente, y sin que mis padres supiesen nada, llamé al ortodoncista comentándole que había tenido un problemilla con los brackets. Que imagino yo que aquel doctor se pensaría que algo se había despegado de su sitio y nada más lejos de la realidad, que lo cierto era que a la fiesta de mi boca se había sumado más material del debido.

Todo el santo día dándole vueltas a ver cómo le explicaba yo a aquel señor que lo que tenía eran unos pelos de polla anudados en los hierros… ‘Mira, ya si eso mejor me quitas el aparato entero, que esto está claro que no es para mí’ pensé en decirle para ahorrarme el mal trago. Al salir de clase puse rumbo a la consulta esperando un poco de comprensión por su parte, a ver si a él nunca le habían comido la polla hasta el fondo. ¡Ostias, ahora me estoy imaginando a alguien chupándosela al médico, mierda mierda mierda!

‘¿Pero lo que se te ha enredado qué son? Parecen hilos muy negros…’ me preguntó sin esperar una respuesta ya que yo tenía la boca abierta de par en par. ‘Ufff, esto va a ser complicado, están como anudados’ continuó mirando pensativo.

¡La que has liao pollito! Pensé allí tumbada. Entre el doctor y la enfermera, más de dos horas estuvieron sopesando cómo arreglar el desaguisado que mi mamada perfecta había formado en mi boca. Yo me mantenía en silencio procurando que no me pidieran más explicaciones, pero cuando al fin fueron capaces de liberar uno de los pelos lo pusieron sobre un papel y se miraron extrañados. Silencio absoluto en la consulta. Como decía la gran Phoebe de Friends en su canción, ‘Oda a un pelo púbico’.

Sí amigas, ‘shit happens’ y los pelos de polla son una mierda muy grande. Desde entonces me he andado con mucho ojo antes de merendarme un pene con base peluda. Aunque ya no soy ‘boca-robot’ en esta vida de todo se aprende, y ahora mismo yo sé que aquello de ‘donde hay pelo hay alegría’ no es del todo cierto.

 

Anónimo

 

Envíanos tus follodramas a [email protected]