(Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real)
¡Ay, la universidad! Qué bonitos recuerdos tengo de aquella etapa. Echo de menos mi idealismo de entonces, incluso mi ingenuidad y optimismo. Y también echo de menos la intensidad de las experiencias: vivíamos con todas las ganas, sin preocuparnos ni del dinero ni del futuro. Al menos, en mis círculos. Hasta de los profesores sin vocación y de los suspensos que creo que no merecí me quedó buen recuerdo.
Yo vivía en un piso compartido. Entrar a la universidad supuso salir del pueblo y sumirme en ese espíritu más cosmopolita y abierto de la ciudad, más aún en el contexto de la facultad. La convivencia tiene sus más y sus menos, pero mis dos compañeras de piso y yo nos llevábamos muy bien. Cerca vivían unos chicos, otros estudiantes compartiendo apartamento, con los que también hicimos amistad… y algo más.
Con uno de ellos me lié una noche de fiesta. Fue un encuentro tonto, nada premeditado. Ninguno de los dos se había fijado en el otro antes, y ni siquiera era con el que mejor me llevaba. Simplemente, surgió. En medio de la jarana, encontramos un breve momento de intimidad. Y, como nos gustaron esos primeros besos, acabamos comiéndonos en una habitación con esas ansias propias de la edad. Aunque a día de hoy no tengo quejas de mi vida sexual, también echo de menos la fogosidad de entonces.
Follivecino
Aquel primer polvo dio lugar a encuentros sexuales esporádicos que se daban con relativa frecuencia. Lo pasábamos bien con aquel rollo que nos habíamos montado, en el que no había compromiso alguno. No sé si llegamos a sentir algo más de lo que nos dijimos, que nunca fue un “Te quiero” ni nada medio romántico. Si sé que a los dos siempre nos parecía buena idea hacer fiestas en su apartamento o en el mío. Porque siempre terminaban igual: con los dos enredados en cualquier rincón.
Ya hacía que no teníamos escarceos de aquel tipo cuando una de mis compañeras de piso me dijo que él tenía novia. No voy a decir que fuera una decepción por los sentimientos que tuviera hacia él, porque no lo fue. Siempre tuvimos otros intereses al margen del otro, lo nuestro era puro entretenimiento. Pero sí tuve que despedirme del polvo asegurado tras los botellones improvisados.
Conocí a la chica pocos días después de que él mismo me confirmara la noticia, y era majísima. Entablamos amistad, porque tanto su novio y los compañeros de piso como yo y las mías seguíamos viéndonos con frecuencia. Y ella, claro, comenzó a ser una habitual en nuestras quedadas y encuentros casuales.
Los giros de la vida
La carambola se produjo unos meses después, cuando uno de sus compañeros abandonó aquel apartamento. Entonces llegó el chico nuevo, del que poco después yo me enamoraría como una loca. Él sí que me gustaba de verdad, no solo me caía bien. Con él sí que me vi haciendo malabares para coincidir, forzando incluso aquellos botellones de jueves y fines de semana. Era guapo, divertido e interesante. Y siempre he tenido la sospecha de que no era yo la única que lo pensaba: de buena gana lo hubiera convertido en “follivecino”, como mínimo, una de mis compañeras de piso.
Es curioso, porque el inicio de la relación fue parecido a lo que sea que tuve con su compañero: las fiestas, los besos en un lugar apartado y que la noche nos dejara abrazados sobre su cama o sobre la mía. Pero con él sí había sentimientos. No era sexo puro ni mero divertimento, era amor del bueno. Había orgasmos increíbles, pero también miradas, gestos, palabras y mucha, mucha ternura.
A aquel nuevo compañero de piso sí le concedí exclusividad, como él a mí. Más que eso. Se convirtió en mi novio y, si nuestra presencia ya era habitual en los apartamentos del otro, de repente nos vimos hechos en un pack indisoluble. Como también lo eran mi ex folliamigo y su chica. E incluso como lo eran ellos dos, que se convirtieron en los mejores amigos.
A mi chico le conté brevemente la historia entre su compañero de piso y yo. No por nada, sino porque no quería que hubiera información oculta entre nosotros. Él no le dio importancia alguna, porque no la tenía. Cuando se lo dije, yo sabía que aquello no alteraría en nada la relación entre los dos, porque mi novio era maduro y seguro de sí mismo. Nada de episodios de celos, ni siquiera suspicacias.
Nuestra relación fluyó y, después de nuestra vida universitaria, terminamos compartiendo nuestra propia casa. Habíamos convivido, prácticamente, así que la adaptación fue fácil. Tras unos años de convivencia nos casamos, y luego me quedé embarazada. Fue la mejor noticia que nos han dado.
Para cuando se produjo la conversación sobre los padrinos de nuestro bebé, él lo tenía claro: sería su amigo y antiguo compañero de piso el que ejercería tal función. A mí, inicialmente, me desconcertó la idea. Llamadme rara, pero soy de una generación en la que lo más habitual es que los ex o los “casi algo” queden relegados al olvido, ¡no en la foto familiar!
Es el padrino del bebé, sí. Ahí está, en todos sus cumpleaños y eventos importantes, recordándome con su presencia el lado más loco de mis años universitarios.