Hay tantas historias como primeras veces existen, pero la mía… Bueno, juzgad vosotras mismas. Yo llevaba un tiempo con este chico, viéndonos, quedando y las hormonas adolescentes nos tenían ya más calientes que el palo de un churrero, así que un día en el que estábamos dándole fuerte a los morreos y a los tocamientos, se nos fue de las manos la situación. Se nos fue porque estábamos en medio de un barranco. 

Me explico, vivimos en un pueblo pequeño y aquí si te dabas un beso con uno, tu madre lo sabía más pronto que decir hola, así que la imaginación y la sensación de darte a la fuga por un rato te llenaban de adrenalina hasta las córneas.

Total, que este chico y yo, nos metimos en un carril un poco empinado enfrente de una tienda de agroalimentación que hay a las afueras del pueblo. Sin darnos cuenta, estábamos en medio de un barranco, pero bueno, estábamos a salvo de miradas indiscretas y eso era lo que importaba (o eso creíamos nosotros).

Empezamos a darnos el lote como si se nos fuera la vida en ello y cada vez subía más de tono la cosa. Subió tanto que me puso a cuatro patas apoyada en una roca, me bajó un poco el pantalón y tras ponerse el condón me la metió sin miramientos ni delicadezas. Yo por vergüenza no le había dicho que era virgen, así que en ese momento no pude reprimir un pequeño grito de dolor cuando inauguró mi chocho. Asustados de que alguien pudiera habernos escuchado, nos subimos los pantalones rápidamente, con tan mala suerte que con los nervios se me enganchó el zapato en una rama y rodé medio barranco abajo, con las bragas a medio poner, el chocho ensangrentado y el pantalón que era BLANCO, en estado digno de la mejor moda de camuflaje del momento.

Él vino “corriendo” a ayudarme y entre carcajadas, magulladuras y arañazos subimos el barranco como pudimos. Cual fue nuestra sorpresa que el carril del barranco seguía si sabías su función y un señor que tenía un huerto en la parte baja, nos encontró. Creo que los refranes de “a buen entendedor pocas palabras bastan” o “más sabe el demonio por viejo que por demonio” nunca tuvieron mayor ejemplo, porque nos miró de arriba abajo, rojos como tomates y riéndonos por lo bajini y nos dijo “buenas tardes” y prosiguió con su camino. 

El final de mi primera vez fue memorable: mi madre encontró los pantalones, como no podía ser de otra manera y OBVIAMENTE me pidió explicaciones de eso, y del estado de mi cuerpo. No se me ocurrió otra cosa que decirle que mi amiga y yo fuimos al campo de su abuela y que unas gallinas empezaron a perseguirnos. Sí, ya ¿qué queréis? Ella tampoco se lo creyó, pero no hizo más preguntas. 

Así que amigas mías, esas historias taaaaan románticas de las primeras veces de las películas y tal están muy bien, pero la mía estuvo marcada por un barranco transitable, un pantalón blanco y una caída de circo que me dejó tantas magulladuras como hojas y ramitas entre las bragas.

MilaMilano