Nunca he sido fan de San Valentín, pero si mi ligue me propone quedar para echar un polvo yo acepto encantada… ¡Cualquier excusa es buena para follisquear como animales!

Ángel, el chico con el que me acuesto últimamente, me escribió el jueves para quedar…

“Tengo un regalito para San Valentín.”

Lo confieso: me acojoné un poco. Lo tenía claro… Si me regalaba un peluche pasaba de él. Llamadme rancia, lo soy. También me asustó un poquito pensar que a lo mejor él quería una relación más seria de lo que yo buscaba, así que me pasé todo el jueves con los pelos de punta.

A las 21.00 salí de trabajar. Habíamos quedado en una pizzería buena, bonita y barata que se ha convertido en nuestro “lugar especial”. No me avergüenza reconocer que me entró cagalera en el metro por la posible conversación de “oye, ¿quieres ser mi novia?”. Me puse en lo peor… Hasta me imaginé que el regalito en cuestión era un anillo.

Llegué a la pizzería y la comida calmó mis nervios. Ángel me dijo que el regalo estaba en su casa:

“Así tengo una excusa para enseñártela, que siempre quedamos en tu piso.”

En el fondo me alegré. Me gusta conocer la casa de mis ligues, dice mucho de ellos. Nevera ordenada, mente ordenada.

Bebimos unos chupitos de limoncello y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en su casa.

“Lo siento si hace frío, se ha jodido la calefacción y hasta el lunes no la arreglan.”

Eso no era Madrid, era el puto Polo Norte. Había un microclima en esa casa… Pero cuando me dio el regalo la cosa se calentó rápidamente.

Entramos en la habitación y puso una estufita portátil para que no pasaseos frío.

“Me la ha prestado mi madre, es un poco vieja.”

Como si a mí me importase lo nueva o vieja que era la estufa…

“Cierra los ojos, que te voy a dar el regalo.”

Intenté adivinar lo que era por el tacto y el sonido, pero me quedé en las mismas. Abrí los ojos y lo desenvolví como una niña el día de Reyes. Era el mejor regalo de mi vida: un estimulador de clítoris.

Sonreí, le agarré y empezamos a darlo todo. Empezamos a desnudarnos y a estrenamos el juguetito… Fue un polvazo memorable. Os juro que en 10 minutos me corrí 2 veces. Lo bueno si breve, dos veces bueno. El problema es que cuando estábamos en el tercer asalto empezó a olerme raro…

Efectivamente chicas, habíamos tirado la ropa al suelo con tan mala suerte que mi pantalón estaba rozando la estufa del año de la polka y estaba quemándose. Resultado: un agujero kilométrico en la zona del culo. ¿Sabéis qué es lo peor? Que no podía ponerme ningún pantalón suyo porque usa una 38 y yo una 46. No me entraban ni en una pierna. Además, el entraba a currar al día siguiente a las 8 de la mañana, así que tampoco tenía tiempo de ir a comprarme unos pantalones de mi talla (que por cierto no los venden en todas las tiendas, pero ese es otro tema…).

Me tuve que poner una sudadera suya anudada al culo y fue el paseíto de la vergüenza más humillante de mi vida, pero mereció la pena por los orgasmos que tuve.

 

Anónimo