*Tema escrito por una colaboradora basados en historias reales de lectoras.

Lo que me pasó es digno de guión de las telenovelas esas que anuncian a todas horas, y que llenan la parrilla del Divinity. Nunca he visto ninguna, pero está claro que la realidad siempre supera a la ficción.

Corría el año 2017 y yo estaba viviendo uno de mis sueños de estudiante: mi Erasmus. Me lo dieron en Italia, mi lugar predilecto, y me presenté en Bolonia con la idea de vivir una de las experiencias más inolvidables de mi vida. ¡Y vaya si lo conseguí!

Nunca he sido mucho del “Aquí te pillo, aquí te mato”, la verdad. Pese a ir soltera, no llevaba deseos de hincharme a “Orgasmus”, como llaman a esta beca… pero tampoco de enamorarme.

Os aviso desde ya que en mi historia se repite un patrón que ya hemos leído mil veces, lo que hace que me torture aún más pensando en cómo pudo pasarme a mí: el hombre perfecto, la incredulidad de estar viviéndolo, el descubrimiento, la negación y la resignación. Pero lo contaré con detalles.

Hasta las trancas

Fue una noche de fiesta, nada original. Él era el amigo de un amigo de los inquilinos de un piso que sirvió de punto de encuentro aquel día, el sitio en el que comenzar la noche. Mi conexión con los anfitriones era similar, pues fui invitada por una compañera de clase que, a su vez, era amiga de uno de ellos.

En algún momento de la noche, mi compañera comenzó a hablar con un grupo de chicos, y decidí acercarme. Uno de ellos era el que, en unos días, se convertiría en mi Emir. Llamaba la atención, sí, pero yo me fijé en él cuando comenzamos a hablar. Me contaba cómo estaba siendo su experiencia en Italia, qué estudiaba, dónde vivía. Y yo le contaba lo propio a él, cada vez más absorta en su cabello moreno, sus enormes ojos marrones, sus labios gruesos y una sonrisa preciosa.

Seguimos hablando a ratos durante la noche. Me gustaba cómo se expresaba y me trasladaba atención cuando yo hablaba. Me parecía respetuoso, mostraba interés y era educado. Incluso dulce, porque varias veces, en la discoteca, movió suavemente mi cuerpo, agarrándome por la cintura, para apartarme de la trayectoria de alguien o para buscar un lugar con menos ruido en el que escucharme mejor.

No nos liamos aquella noche, pero sí intercambiamos nuestros números para hablar por WhatsApp. Y, claro, si sumamos horas y horas de conversación a una atracción física que ya era evidente, el resultado no podía ser otro. Quedamos una noche para tomar algo, aunque los dos sabíamos cómo acabaría aquella cita. Enrollándonos, por supuesto.

Supuse que no hacía falta que acordáramos una relación en exclusiva, porque iba implícita pese al contexto del Erasmus. Los “Me gustas mucho”, “Me encanta estar contigo” y “Eres genial”, hasta el primer “Te quiero”, convierten en accesoria cualquier otra conversación.

Era demasiado perfecto

El amor comenzó a chutar su bioquímica y a mí ya me sobraban las clases, las amigas, las fiestas y todo lo que no fuera Emir. Estaba obnubilada por la fase de amor romántico, sí, era consciente del “enchochamiento”. Pero, aparte de lo que nos haga el cerebro, Emir tenía muchas cualidades. Y yo no podía creerme la suerte que tenía de haber encontrado a un príncipe como él. Cada vez lo veía más guapo, más galán y con más capacidad de hacerme sentir bien. Porque lo hacía.

Nunca nos ocultamos. Me presentaba a sus amigos y compañeros como “su chica”, y yo sonreía como una tonta cuando me preguntaban por él. Compartíamos nuestra afición por la gastronomía y la cultura italiana, dábamos largos paseos por la ciudad, buscábamos sitios nuevos para comer lejos del bullicio estudiantil, viajamos juntos a otros sitios del país para aprovechar la estancia…

Él pasaba tiempo en el móvil, sí. A veces, mucho tiempo. Habló delante de mí en muchas ocasiones con quien, según yo pensé, era su familia. La barrera del idioma me impedía extraer nada de la conversación.

La bomba

Se acercaban el final de la Erasmus y yo, enamorada como estaba, quería arrancarle alguna promesa de continuar la relación. Y Emir, hasta entonces dulce, atento y educado, comenzó a darme largas. Incluso me llegó a proponer hablar por email, ¡por email! En el siglo XXI y sin ser un jefe o un compañero de trabajo.

A mí ya se me iba notando la confusión, así que alguien se apiadó de mí y me soltó la bomba. Fue otra noche de fiesta en la que él no estaba. Estuve hablando con la amiga de una amiga española, y en algún momento, la conversación nos acercó a Emir. Porque ella estudiaba en su misma facultad y había estado de fiesta con él y con sus amigos.

Fue una de estas en las que te das cuenta de que algo pasa: miradas evasivas, gestos de sorpresa, respuestas ambiguas… Y yo, como ya andaba con la mosca detrás de la oreja por las largas de Emir, insistí. La chica debió sentir pena por mí, o empatía, o sororidad. Debió advertir mi tono de desesperación y me lo soltó todo. 

Por lo visto, en su círculo era vox pópuli que Emir se lo estaba pasando en grande con un españolita mientras tenía a su novia de siempre, la titular, esperando en Estambul. Cuando comenzó a hablar conmigo, la chica que me reveló el secreto a voces pensó que yo lo sabía, y que simplemente estaba viviendo un tórrido romance de amantes con Emir. Pero, a medida que yo hablaba, se percató del pastel.

¿Pero cómo me ha pasado esto a mí?

Sigo sin entender cómo. Mi tía abuela me ha contado historias de mujeres que aparecían por el pueblo cargadas de hijos, para presentárselos a las amantes con las que sus maridos llevaban una doble vida. Pero eso pasaba en los 60 o los 70, no en la era de las redes sociales. Por supuesto, él me aseguró no tener perfil en ninguna, y contó con la venia y la protección de su manada. Es decir, sus amigotes, algunos de los cuales también montaron tarros a sus novias cuando se terció.

Le monté el pifostio padre y el aguantó el chaparrón, sabiendo que ya no me tendría que volver a ver. Yo aún tuve la poca dignidad de hablarle días después, pensando en que, quizás, su relación no iba tan bien y él se había enamorado de mí.

Pero no. Tuvo la desfachatez de decirme lo mismo: que era genial, que se lo había pasado muy bien conmigo y que le había importado mucho. Ya ni rastro de los “Te quiero”, y las palabras dulces me traían el eco de cuando sonaron sinceras, volviendo amargos los recuerdos. También entonces fueron mentira. No pensaba dejar a su novia, por supuesto. Yo solo había sido el juguetito extranjero en su año exótico de aventuras por el mundo.


Así terminó mi gran sueño académico, ya veis. Con los años, he conseguido que no pese tanto la angustia que me dejó Emir, y he recuperado recuerdos de una etapa que, pese a todo, fue maravillosa.