Mi amiga se ha obsesionado con el aroma de su chirri

 

Tengo una amiga (llamémosla Irina) que, a pesar de tener 32 años, no le habían comido el coño hasta hace apenas dos años (qué triste, ¿verdad?). Ella llevaba años atrapada en una relación sin futuro en la que ninguno de los dos se amaban y lo único que les unía era su precioso hijo en común (lo que les pasa a muchas parejas). Obviamente, por este motivo, hacía años también que no tenía relaciones sexuales de ningún tipo, salvo consigo misma.

Se había conformado con esa vida hasta que conoció a su actual pareja (al que llamaremos Fran), que puso su mundo patas arriba y le permitió que le crecieran alas, para alzarse bien alto, y una enorme puntera metálica en sus zapatos para pegarle la patada definitiva al borracho de su ex.

Gracias a Fran, Irina redescubrió los placeres carnales y pasó de ser un volcán inactivo a uno en constante erupción. Tenían sexo a diario y, en ocasiones, hasta varias veces al día (yo tengo la teoría de que quería compensar por los pasados años de abstinencia).

Y llegó el día en el que ambos se practicaron sexo oral mutuamente y descubrieron la alegría de dar y recibir placer con la boca. Desde ese momento, se convirtió en una práctica sexual incluida en su repertorio frecuente.

Pero hace meses que Irina no disfruta de una buena bajada al pilón, de que le laman la parrusa… «¿Por qué?», os preguntaréis.

Un día en el que Fran se disponía a comerle el bollo de crema a Irina, se paró en seco, la miró a los ojos y soltó la artillería pesada sin anestesia: «Irina, el chocho te huele raro»; y, a pesar de que él tuvo la confianza de expresar sus inquietudes y de que eso no es algo del todo extraño en ciertas ocasiones, Irina, muerta de vergüenza, se levantó de la cama, se encerró en el servicio, se metió un dedo y lo impregnó en sus fluidos vaginales. Estos, además de tener una consistencia grumosa y desagradable, olían a pescado podrido.

El problema es que nadie nos explica a las mujeres la facilidad con las que podemos contraer candidiasis vaginal y, es más, nuestras madres nos inculcan que siempre debemos tener nuestro chirri recién lavado, limpio y reluciente para nuestra pareja, antes y después de las relaciones (por lo menos mi madre fue lo que me enseñó). Nos venden un montón de geles, jabones y toallitas para lavarnos el conejo, para disimular su olor y perfumarlo, para que en vez de a toto nos huela a flor de loto… y, al final, lo lavamos tanto que terminamos destruyendo nuestra flora vaginal.

El problema es que Irina pasó de no follar a follar «demasiado» y seguía con la creencia de que debía lavarse antes y después de cada encuentro sexual. Así que podía lavarse la almeja una media de tres veces al día.

Irina nunca había tenido hongos en sus partes y, por consiguiente, tampoco sabía a lo que se enfrentaba. Ella solo sabía que le gustaba ir siempre limpia y oler siempre a rosas recién recogidas del campo; y, como a ella misma le excitaba oler bien, quería lo mismo para su churri.

Cuanto peor olía, más se lavaba, y cuanto más se lavaba, peor olía… La candidiasis llegó a empeorar tanto que se convirtió en infección y le costó meses deshacerse de ella.

Si a esto le sumamos que, para evitar darle un hermanito no deseado a su querido hijo, se puso un DIU de cobre y que, según ella, ahora sus partes le huelen a cobre: ¡Apaga y vámonos!

El DIU, además de darle ese supuesto olor metálico a su chimichurri, le hacía tener periodos menstruales más largos y con olores más desagradables.

Si encadenas una cosa, y otra, y otra… La pobre Irina se ha vuelto un colmo de inseguridades con respecto a su aroma vaginal, y ahora se descubre a cada tanto oliéndose las bragas y prohibiéndole a Fran que vuelva a beber del néctar de su flor.

Yo intento convencerla de que no tiene que ser así, de que puede seguir disfrutando de los placeres de la lengua de su novio, pero ella se niega a volver a intentarlo porque teme que se vuelva a repetir el momento de «el chocho te huele raro».

 

Anónimo.