Todos los años me digo a mí misma que eso no puede volver a ocurrir. Que no puede ser que siempre nos pille el toro y que nos veamos la noche de Reyes envolviendo los regalos hasta las tantas de la madrugada. Pero, año tras año, vuelve a pasar.

Voy comprando con calma desde unas semanas antes, los voy escondiendo por donde buenamente puedo, me relajo… y mientras la gente normal sale a cenar o se ve una peli navideña en Netflix o plancha la oreja, el padre de mis hijos y yo nos tenemos que meter en la dichosa faenita in extremis. En un piso cuya planta baja es casi diáfana y con los dedos cruzados para que ninguno de los niños se levante y nos pille de marrón, porque no tenemos donde escondernos para ponernos a ello. Y supertarde porque mis retoños hiperexcitados y a tope de caramelos se duermen a las mil.

Madre mía qué poco consciente es una, en condiciones normales, del ruido que se hace al cortar papel o al romper celo. Qué nervios, qué angustia vital. No, en serio, el próximo año no me puede volver a pasar.

Aunque creo que por más hijos que tenga y por más que lo deje todo para el último momento, jamás volveré a vivir unos Reyes tan estresantes.

Porque esta se ha llevado la palma. Me han salido hasta canas nuevas del fucking estrés, de verdad. Pero mejor os lo cuento con detalle.

Noche del 5 de enero, niños con los niveles de azúcar tocando la estratosfera y su padre y yo destrozados de llevarlos a hombros durante toda la maldita cabalgata, porque si no, no veían nada. El niño de 6 años y la niña de 2 y medio no se duermen ni por Dios ni por la Virgen. Pierdo la cuenta de las veces que subimos porque ‘tengo sed’, ‘tengo pis’ o ‘creo que he oído a un camello al lado de mi ventana’. A las 2 de la mañana por fin los vemos respirar profundamente. Esperamos los 15 minutillos de rigor y sacamos la artillería a la mesa del comedor, que es la única en la que podemos envolver cómodamente los paquetes grandes. Tras media hora de tensión máxima y de minimizar todo lo posible el sonido de la tijera y el ‘craaaaaaassc’ de celo al rasgarse, se me enciende la bombillita y me digo que es mejor que lleve al baño la jaula de Pikachu, el hámster de mi hijo. Nadie quiere que salga de su letargo y despierte a los niños con los ruidos que hace al tirar de los barrotes o girar como un loco en la rueda.

Allá que pillo la jaula con cuidadito. No lo veo, imagino que está metido en la casita, pero no hay tiempo de comprobarlo y tampoco es que tenga muchas alternativas el animal. Así que dejo la jaula en el aseo, cierro y sigo envolviendo, que tengo muchos sobrinos y mañana mis hijos tienen que ver que los Reyes han dejado un paquete para cada uno debajo del árbol.

Cuando por fin terminamos, recogemos todo y, antes de meterme en la cama, voy a por Pikachu. Qué raro, no ha salido aún. Pikachu ¿dónde estás? ¿Pikachu? Ay dios mío, me temo lo peor… Pikachu… ¿por qué no sales?

Levanto la casita, aparto los algodones… Y allí está Pikachu hecho una bola. Quieto. Rígido. Frío, me atrevería a añadir, aunque no le toco lo suficiente para comprobarlo. Le doy un empujoncito, rueda sobre sí mismo y veo que por el otro lado está ya incluso aplanado. No sé cuánto tiempo llevará muerto, pero está muy muerto.

¿Sabéis qué es lo primero que va a hacer mi niño en cuanto amanezca? Sí, correr a ver si han venido los Reyes. ¿Sabéis qué es lo segundo que va a hacer? Correr a contárselo a su mascota.

Porque mi hijo adora a ese roedor. La niña siempre ha pasado más de él, pero el enano… devoción es lo que le tiene a su Pikachu.

Casi tres años tenía el hámster… ¿Cómo le explicaba yo al niño que su mascota nos había dejado justo el día de Reyes? Se venía disgustazo, llorera criminal y puede que hasta traumita. No era el día ¡no era el día! No quería que relacionara para siempre un evento con el otro. Teníamos que buscar una solución. Y lo único que se nos ocurrió fue deshacernos del cadáver y escribir una carta firmada por Gaspar (su rey favorito), en la que le explicaba que se les había echado el tiempo encima y le habían pedido a Pikachu que les echara una mano. Pikachu había aceptado encantado y se iba con ellos. Nos contactarían el día 7 después de descansar un poco para contarnos cuándo volvería y tal.

Mi hijo flipó cuando leyó la carta, pero la movida le encajó y no hizo casi preguntas. El día de Reyes pasó, él fue feliz y, a la tarde siguiente, ‘nos encontramos’ otra carta de sus majestades. En ella le contaban que Pikachu le echaba mucho de menos, pero que le encantaba ayudar a hacer felices a los niños y se había ofrecido a colaborar con el Ratoncito Pérez. Porque así, además de hacer un trabajo que le gustaba mucho, también podría acercarse a verle cada vez que se le cayera un diente a él o a su hermana.

¿Nos pasamos de frenada con la historieta? Puede. ¿Vamos a tener que dar muchas explicaciones cuando descubra que los Reyes son los padres? Tiene toda la pinta. ¿Estábamos abrumados por la situación y no podíamos asumir la papeleta? Obvio. Pero lo hecho, hecho está. Ya cruzaremos esos puentes cuando lleguemos a esos ríos.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una loversizer

 

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