Quizás debería haber huido el primer día, cuando me dijo que estaba especializada en “coaching” y me quiso meter en un estudio que estaba haciendo con sus compañeras de la universidad. Quizás tendría que haber izado banderas rojas cuando comenzó a recomendarme productos de una famosa tienda de alimentos “naturales”. Pero vivo en un pueblo pequeño, no hay mucho donde escoger y ella parecía muy profesional, con su verborrea técnica y su sonrisa impertérrita.

Me quedé. Perdí cinco kilos y luego puse 10, aunque de eso no le echo la culpa a ella. Al margen de los resultados, jamás olvidé la experiencia. Sé que muchas sabéis lo duro que es implementar hábitos que te cuestan un mundo y sentir que te sometes a juicios propios y ajenos en cada intento. Si sumamos el poco tacto de algunos/as, se te queda la espina en el cuerpo. Comparto la ristra de perlitas.

Sin pequeños reconocimientos

Estaba motivada para seguir la dieta, y lo cierto es que la seguí con un rigor inusitado. Hasta yo estaba sorprendida. Así que, cada semana, llegaba a su consulta con entusiasmo, dispuesta a compartir mis pequeños logros y conquistas cotidianas.

Yo: El otro día empujé el arroz a la cuchara con un trozo de pan, pero luego se lo di a mi novio para no comérmelo yo.

Ella [seria y reprensora]: ¡Empuja con el dedo, mujer, que estás en casa!

Demasiado gorda para correr

El deporte era mi talón de Aquiles. Siempre me ha costado mucho ponerme y jamás lo he disfrutado. Lo hago porque hay que hacerlo y, con el tiempo, he aprendido a valorar los efectos psicológicos más que los cambios físicos. Pero, aún así, noto que cualquier actividad que haga me cuesta la vida: sudores, calores extremos, sensación de falta de aire…

Por aquella época, hacía mi caminata de hora u hora pico tres o cuatro veces en semana. Llegué a disfrutar aquellos paseos, amenizados con música o alguno de mis pódcast favoritos. Tanto que, a tramos, me animaba a trotar. Sin grandes esfuerzos, solo un trote cochinero controlable que dejaba en cuanto me sentía un poquito cansada.

Cuando se lo comenté a mi nutricionista, me dijo:

Uy, no, no. Prefiero que andes el doble en lugar de correr. Con tanto peso, te vas a lesionar.

Pesaba 93 kg y mido 1,69 m. Es cierto que el exceso de peso y la falta de hábito incrementan el riesgo de lesión, pero, tratando con pacientes, creo que se pueden decir las cosas de otro modo. El par de datos que conocía no le daba una visión amplia y profunda de todo mi historial, incluyendo el apartado traumatológico. Y, aun sabiéndolo, ¿cómo que “prefiero que andes el doble”? ¿Por qué esas formas tan autoritarias y paternalistas? ¿Y qué hay de lo que quiera yo?

Ni siquiera tenía la visión de tener “tanto peso” como para ser sometida a un juicio tan capacitista. Me hizo sentir peor de lo que yo misma me veía.

Prohibición de alimentos

Mi perdición son los dulces, que, a priori, son los eternos incompatibles con las dietas para bajar de peso. En exceso, como todo, son malos. Ultraprocesados, como cualquier otro alimento, también son malos. Me regañaba enérgicamente cada vez que le confesaba algún desvío del camino que ella me alumbraba.

Años después, comencé terapia con una psicóloga e investigadora titulada y experimentada, no con un cursito de “coaching”. Lo primero que me dijo fue: “No hay alimentos prohibidos”. Una premisa que casa con la búsqueda de alternativas de divulgadores/as de hábitos saludables, o con la famosa teoría del 10%.

Cuestionada en mis decisiones

Hubo un día en que supe que ya no iba a volver a su consulta. Le expliqué, que en las próximas semanas, iría de visita a mi pueblo, y que allí, en casa de mis padres, me resultaría más difícil mantener ciertos hábitos. Cuando le conté el porqué de las dificultades, me soltó:

Claro. Entonces lo que tú estás haciendo aquí es huir.

Ni en los dos años que llevo en terapia mi psicóloga se ha atrevido a lanzarme como una bomba un juicio tan contundente, que ni siquiera se ajusta a la realidad. Ella me hizo el diagnóstico completo en cuatro o cinco sesiones.

No era la primera que me espetaba algo por el estilo. Cuando le expliqué que tanto mi novio como yo teletrabajamos, lo tildó de “peligroso” para nosotros mismos y para la relación. Más de 10 años llevamos juntos, con algo que considero sano y satisfactorio.

Aprovechando los días que estaría fuera, le dije que ya llamaría más adelante para pedir cita, en cuanto regresara, y ya no volví a aparecer por allí. Aprendí varias cosas de aquello y, por si a alguien le sirve: no tengas reparo en levantarte de la consulta de un/a “profesional” con el/la que no conectas. Te hará más mal que bien.

A. A.