La primera vez que alguien puso en tela de juicio mi peso, yo era realmente pequeña. El primer recuerdo que tengo sobre este tema, fue después de una visita a la pediatra. Ese día acudí con mi niñera, porque mi madre trabajaba. No recuerdo qué dijo la pediatra, pero sí recuerdo la conversación de mi madre (en su peso) y la niñera (que tenía sobrepeso).

Mi madre se jactaba de que cuando ella iba conmigo, no le echaban la bronca por mi peso, pero que cuando iba con la niñera sí, porque ella era gorda. No tendría más de 8 años, pero ya me llegó el mensaje de que si eres gorda los médicos te echan broncas. No consejos, no ayuda: broncas. A lo mejor esa fue la semilla, que no dejó de crecer, de echar raíces, ramas y hojas que tuve que cortar no sin esfuerzo.

Mi infancia siguió su curso confirmando la idea de que si tenías unos kilos de más era como si pertenecieses a una clase inferior. A veces había ropa que yo no me podía poner porque “no quedaba bien”, había comida que yo no podía comer, se asumía que yo no iba a gustar a nadie, había risitas de fondo cuando con mi inocencia infantil decía que quería ser modelo, etc.

Pero el verdadero golpe a mi autoestima llegó con la adolescencia. Ya no había insinuaciones ni risitas disimuladas, el mensaje era claro: “cuídate” o no gustarás a nadie. CUÍDATE. El sinónimo oculto de “adelgaza”, el cruel eufemismo que me hacía responsable de ser un personaje deforme que no merecía ser querido. ¿Os he mencionado ya que en esa época oscilaba entre 5 y 10 kilos de sobrepeso?

10 kilos me separaban de ser una chica digna de ser deseada por alguien a ser un troll marginado.

Nada de esto es inocuo. No son solo palabras en el vacío. Yo no me creía digna de ser querida, así que acepté que me tratasen mal con tal de recibir un poco de afecto. Acepté no pocas veces estar en el barro cuando recibía algo de atención porque pensaba que eso era lo único a lo que podía optar. ¿He dicho ya que todos esos comentarios venían de mis seres queridos? La gente más cercana y que, supongo, intentaba ayudarme, era la que me estaba mandando al subsuelo.

Y llegó él, un ser despreciable a todas vistas. Lo veían todos menos yo, porque, aunque era un auténtico cerdo machista y misógino, a mí me hacía mucho, mucho caso. Teníamos largas conversaciones o, mejor dicho, yo escuchaba sus largos monólogos. No fui distinta a las demás, me trató como un pedazo de carne sin valor y yo me dejé. Pocas veces me he sentido tan mal en la vida. Pero no por él, sino por mí. Porque siendo tan evidente que ese tipo era un pedazo de mierda, me quise tan poco que acabé bailándole el agua. ¿A cambio de qué? ¿De probar que puedo ser usada como un objeto por un imbécil?

Lo último que quisiera en esta vida sería verle la cara a ese tipo, pero tengo que admitir que a él le debo una cosa: haber sido el tropiezo que necesitaba para poder levantarme. El aplastamiento paulatino que había recibido de mi entorno me hizo tocar fondo en ese momento. Tendría alrededor de 22 años. En ese momento decidí que, si tenía que gustarle a alguien así prefería no gustarle a nadie jamás, estuviese gorda o delgada. Que, por cierto, en esa época conseguí llegar a mi peso ideal gracias a un estricto régimen. ¿Y sabéis qué? No era más feliz. Había entrado en una 38 y seguía teniendo la misma inseguridad que tenía con una 46.

Después de esto, poco a poco volví a engordar, pero algo era distinto. No me sentía peor, sino que cada vez era un poco más segura de mi misma. Después de tocar fondo, fui queriéndome de verdad y las cosas empezaron a irme bien. Así que el secreto estaba ahí y no en la talla de pantalón. Es fácil de decir, pero hace falta toda una vida para entenderlo.

Sin embargo, las cosas no acaban así. Cuando pensaba que me había perdonado a mí misma, la vida me tenía reservado un nuevo “round”. Con treinta años me quedé embarazada y el foco de todo el mundo volvió a estar en mi peso. Médicos, matronas, familiares, amigos, conocidos. Todos interesados por mi peso, todos contándome historias de mujeres que habían engordado muchísimos kilos y lo horribles que eran por ello. Tengo que admitir que tal vez exagero un poco, pero cuando has pasado por toda una vida de ser juzgada por tu peso, te vuelves sensible al tema.

Y el gusanillo que se había despertado durante mi embarazo, brotó en una explosión de autodesprecio en el postparto. Cuando pasé las primeras semanas de recuperación y me animé a mirarme en el espejo, contemplé el panorama desolador. Veinte kilos de más (los que llevaba más los ganados en el embarazo), estrías nuevas, caderas más anchas, tripa más colgante, pechos más caídos, casi nada de mi ropa me valía…

Allí estaba de nuevo, sola ante el espejo, mirando mi árbol de gordofobia con todas sus ramas y sus hojas. Una o dos tallas más y toda mi seguridad se había desmoronado como un castillo de naipes. La gordofobia más horrible de todas, la que te hace odiarte a ti misma.

Yo que pensaba que había matado la semilla, que había arrancado las raíces. Y no. Todo estaba ahí, latente, esperando el momento de volver. Me va a costar trabajo volver a podar todo esto. Al menos he aprendido que nunca hay que bajar la guardia, porque, ¿desaparece la semilla de la gordofobia que llevamos dentro alguna vez?

 

ANÓMINA.

Foto destacada