Nos conocimos por Internet. Me encantó. De charla en charla, iniciamos un tonteo. No pensé en llegar a más, ya que nos separaban muchísimos kilómetros, el desfase horario y un inmenso océano; pero era inevitable no tenerla presente. Más allá del coqueteo, ella me gustaba. Me gustaba de verdad. Fantaseaba con incluirla en mis planes diarios: ir al cine, a la playa, cenar fuera, salir de fiesta, pero la distancia nos lo impedía y cada día mi deseo por romper esa barrera era más grande.

Los meses pasaron y fuimos intimando un poco más. Me contó sus problemas familiares: huérfana de padre y una hermana drogadicta; entre ella y su madre criaban a una niña de 2 años, su sobrina. Sin estudios, tuvo que ponerse a trabajar desde bien jovencita.

Me parecía digna de admirar. Su historia era surrealista, pobrecita. Por mi parte, viví en un matrimonio feliz, sin carencias, pude estudiar y trabajo en mi vocación. Tengo sobrinos, pero no soy responsable de ellos: soy el tío molón que los lleva al parque de atracciones una tarde y los ceba a dulces. En cambio, ella se desvivía por su sobrina de padre desconocido y madre enferma.

La sorpresa bienintencionada que la sorprendió para mal

Ahorré para ir a visitarla. Sí, como si fuese el guion de una película romántica de sobremesa. No crucé el Atlántico para follar, lo juro. Quería conocer a esa mujer que me había maravillado a través de la pantalla. Ahora que os lo cuento, quizá suena un poco acosador, pero juro que mis intenciones eran sanas y benévolas, basadas en el respeto y el cariño que le había cogido a través de Internet.

Al aterrizar en el aeropuerto de su ciudad y enviarle mi ubicación, su primera reacción fue bloquearme. Me quedé en shock, sintiéndome un auténtico gilipollas. Pasaron dos días hasta que volvió a hablarme. Yo, por mi parte, había perdido la esperanza y me intenté focalizar en el turisteo; al ver su nombre en la pantalla de mi móvil, la ilusión regresó de golpe. Decía de vernos. A una hora determinada y en un punto de encuentro estipulado. Acudí y me terminó de conquistar. Estaba nerviosa, pero pronto se sintió cómoda y me cautivó con su sonrisa.

Al día siguiente repetimos. Y al otro. Nos besamos. Desde mi primer lío de instituto que no sentía ese cosquilleo en el estómago. En el estómago, lo prometo, no en la polla. Los días se consumían. Las escapadas eran cortas, de una hora o dos, pero la intensidad aumentaba. Ella me propuso ir a mi hotel y consumamos lo que tanto tiempo llevábamos deseando.

Regresé a España y organicé nuestra convivencia

La quería en mi vida. La necesitaba. Solo había dos opciones: o yo iba a su país o ella venía al mío. Ella hablaba de imposibles, colocando a su sobrina entre nosotros. Me ofrecí a traer a su sobrina, le daríamos un techo y cariño en lo que su madre se recuperaba de sus adicciones. Un rechazo tras otro, me descorazonó. Ni me quería en su país ni tampoco parecía tener ganas de venirse al mío. No quise forzarla. Me alejé lo justo y necesario para permitirme olvidarla, manteniendo una amistad que para mí era insuficiente.

De un día para otro, aceptó una propuesta que consideré caducada. Hacía semanas que no insistía ni hablaba del tema, pero ella lo trajo al presente y me dijo que me quería, que estaba preparada para empezar a construir una vida conmigo, pero que antes tenía que contarme algo: su sobrina era su hija.

Necesité tiempo. No tiempo para decidir si quería aceptar a ella y a su hija en mi vida, ya que creyendo que era su sobrina ya la había acogido; sino tiempo en comprender por qué me había mentido y engañado de esa manera. No sé, me dolió. Después comprendí sus miedos, empaticé con sus inseguridades y las recibí en mi casa. A día de hoy, juntos, formamos una feliz familia.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una persona de su entorno.