La última vez que dije que sí por complacer a alguien más.

 

Era el viaje de mi vida. Llevaba desde pequeña soñando con ir a ese lugar así que me había pasado semanas planeándolo todo. No escatimé en gastos como suelo hacerlo normalmente, porque aquello iba de hacerlo a lo grande.

Además, era un viaje que iba a hacer yo solita; una semana entera para estar conmigo misma y disfrutar, no preocuparme por el tiempo, ni estar pegada al teléfono, comer lo que quisiera, sentarme a ver atardeceres… Venecia.

Jamás olvidaré el primer atardecer que vi en Venecia, mi ciudad soñada.

Tras haberme sentado en una “terraza” a comerme unos buenos ñoquis y buen escalope con mi copa de vino, me fui a dar un paseo por donde fuese y me topé con un rinconcito maravilloso (todos lo son), en el que me senté, y, junto a uno de los tantos puentes, con el adriático a mis pies, disfruté de uno de los atardeceres más maravillosos de mi vida. Aún puedo ver los amarillos y naranjas del cielo reflejados en el agua como en un espejo cuando cierro los ojos.

Aquella noche fue mágica y el día siguiente, también, conmigo haciendo fotos por aquí y por allá pero no para posturear sino porque a mí de verdad me encanta documentarlo todo y luego contarlo, hablar de detalles, de curiosidades, de lugares, de historia… Así soy.

sí

Llevaba solamente veinticuatro horas en Venecia y ya me la había pateado casi entera, así que aunque mi alma estaba pletórica, mi cuerpo no me daba pa’ mucho más, por lo que me senté en un bar cuqui y me pedí un zumo ya ni me acuerdo de qué.

Ay… ¡Cómo estaba disfrutando!

El camarero, pues, se puso a darme conversación y yo que soy tan poco sociable (entiéndase el sarcasmo), por supuesto que me puse a hablar con él. Y entonces llegó la pregunta que debió haber encendido todas las alarmas e izado todas las red flags: “¿Y qué hace una chica como tú, viajando sola?, ¿acaso no tienes novio?” Ok, fueron dos preguntas, no una, y además ambas con el mismo tufo machista que hubiera tirado para atrás a cualquiera.

A cualquiera, menos a mí, que aún sigo luchando por aprender a decir que no sin más, sin sentirme en compromiso de dar explicaciones, sin sentirme culpable.

Bueno, el caso fue que no me preguntéis cómo, tras hacerle yo tres veces la cobra a lo de darle mi número de teléfono, para cuando me terminé el zumo el chico ya tenía mi Instagram, y, ¡oh, rayos!, teníamos una especie de cita para ir el día siguiente a las islas Murano y Burano. Juro que este texto no está patrocinado por la junta de turismo de la región de Véneto.

Al final, no fuimos a las islas; a mí me apetecía más dar un paseo por Venecia como lo había venido haciendo así que, pese a que el chico me había estado dando la lata la noche anterior sobre la una de la madrugada para que nos viésemos por ahí y yo había logrado escaqueármele, como insisto, me cuesta horrores lo de decir que no, quedamos en una pizzería que yo quería probar.

sí

Con lo sencillo que hubiese sido decirle que no y seguir con mi maravilla de viaje en soledad. Con lo bien que me lo estaba pasando yo en mi compañía.

Comimos, el chico se estaba poniendo cada vez más pesado y al salir de la pizzería, mientras paseábamos, me cogió de la cintura, me atrajo hacia él y me puso la nariz en el cuello.

¿Hola?, ¿Te he dado yo alguna señal para que pienses que quiero tener tu puñetera nariz en mi cuello? Porque vale que yo por una cortesía desmedida y peligrosa hubiese aceptado vernos y todo lo que tú quieras, pero luego mi lenguaje corporal había estado todo el rato gritando que no me sentía cómoda.

sí

Me distancié como pude y le pedí que parara, pero él, como si yo le hubiese hablado al viento o como si me estuviese negando sólo para ponerlo cachondo, no solamente no paró sino que además volvió a tirar de mí hacia él y me besó el cuello.

Enfadada, le empujé para apartarlo de mí y le increpé que me respetase y que hasta ahí llegaba nuestro paseo, pero ay, amigas…

Para vergüenza mía, cuando él, de inmediato, se disculpó y empezó a chapurrear que no volvería a hacerlo, yo respiré hondo, me dije “quizás tampoco es para tanto, no se ve mal chico…”, y seguimos caminando juntos. Él hasta me invitó luego un Aperol Spritz en plan vamo’ a calmarno’, pero no por eso me dejó de poner en situaciones incómodas, hasta que terminó el día y pues cada uno por su lado.

Y aunque no fue a más ni terminó siendo –aún cuando pudo haber sido– algo peligroso, sí que me robó, porque yo me dejé, uno de los días de un viaje precioso, mi tiempo, de ese que a veces no valoramos por creer que tenemos mucho cuando la realidad es que no vuelve, mi energía, mi buen humor…

Todavía me causa un mal sabor aquello de, por no haber dicho que no, haberme expuesto a algo tan incómodo, haberme autosaboteado así. ¿Cómo puede ser que decir que no y quedar como una borde, sea más difícil y aterrador que vivir situaciones que no queremos vivir, que estar con alguien con quien no queremos estar, que ir a lugares a donde no queremos ir, o hacer cosas que no queremos hacer?

Porque está claro que lo de complacer a otros a costa de nosotras mismas no es el deber ser, además de ser algo bastante ingrato, algo que no compensa, y sin embargo algo que creo que, por desgracia, ocurre con frecuencia.
Pero tenemos que aprender a quitar el sí, y este tipo de cosas no se aprenden leyendo sino ejercitando, practicando… haciendo.

 

Así que la próxima vez que la decisión sea entre incomodarme a mí misma o a alguien más… Adiós, que para incómodos los tacones de aguja y de esos tuve una probada y no más.

Sigamos trabajando en el amor propio, ejercitándonos en él para aprender a elegirnos, porque a fin de cuentas, la asertividad también parte de ahí.

 

Lady Sparrow