Trabajo como psicóloga en un centro donde, en algunas ocasiones y de manera puntual, solicitan a nuestro equipo que haga intervenciones en ámbitos específicos.
Hemos tratado a familias y víctimas de alguna catástrofe, dado apoyo a adolescentes en una situación de exclusión, ayudado a elaborar perfiles para las autoridades y, lo que venía a explicar, trabajado en centros de adicción.
Para mí, ha sido una de las experiencias más enriquecedoras y más duras a las que me he enfrentado. Un compañero y yo estuvimos destinados durante cuatro meses a un centro privado (y muy caro) de adicciones en el que nos pedían tratar a los pacientes de manera individual y llevar las sesiones grupales.
Vengo a contaros lo que vi, porque creo que es necesario para comprender y humanizar a los adictos y adictas.
En el centro había normas muy estrictas. Los pacientes vivían allí como si fuese una residencia y no podían salir, convivían diferentes tipos de adictos así que había muchas cosas que estaban prohibidas.
Una de ellas, aunque evidente, eran las drogas. Si un paciente estaba bajo los efectos de ellas o le encontraban droga, era expulsado definitivamente. Sin posibilidad de readmisión.
En más de una ocasión, tuve que acompañar a pacientes que lloraban y suplicaban quedarse en el centro, pidiendo perdón de rodillas y jurando que solo había sido una pequeña recaída, que por favor no les sacáramos fuera, que fuera no se podían curar.
Siempre era un momento muy duro, pero a las familias les costaba mucho dinero ingresar a sus seres queridos y se pretendía hacer entender la importancia de esto a los afectados.
Otra, eran las relaciones afectivas y sexuales. Los pacientes tenían prohibido mantener relaciones amorosas y sexuales con cualquier otro paciente o con sanitarios (que, por desgracia, en alguna ocasión pasó).
En las adicciones, es común que cuando intentas desprenderte de una de ellas, evoques esa frustración y dependencia en una relación amorosa o sexual, evitando confrontar las emociones y sensaciones que esta te provoca, por no hablar de que en el centro había también adictos al sexo, a los que había que vigilar constantemente sus recaídas. Si esto ocurría, eran expulsados.
Otra, quizás la más dura, era la incomunicación. Durante un tiempo determinado, los pacientes no podían contactar con sus familias, parejas o seres queridos. Era muy importante evitar esto porque en la mayoría de los casos, su adicción venía motivada por una persona del exterior o esta persona era un detonante emocional que le hacía volver a necesitar la sustancia o recuperar sus rutinas nocivas.
Cuando la situación se estabilizaba y después de asistir a terapia, entonces se permitían las visitas. Aun así, siempre había alguno que conseguía colar un teléfono, y que, entre lágrimas, te pedía por favor que le dejases hablar con su madre, o su padre, o su novio, que tenía mucho miedo y que necesitaba que le perdonasen por lo que había hecho antes de entrar.
Pero, al igual que con las otras normas, cuando un paciente se comunicaba con alguien del exterior, era expulsado. Aquí eran las familias las que, rotas de dolor, venían a buscarlos decepcionadas porque no hubiera podido aguantar.
Todos y cada uno de los adictos que había en el centro, quería mejorar. Me gustaría partir de la base de que los adictos son personas enfermas, personas rotas que, en algún momento y por falta de herramientas, encontraron consuelo donde no debían y eso les puso el camino mucho más difícil.
En las sesiones individuales veías de todo, infancias traumáticas, figuras paternas y maternas ausentes, relaciones tóxicas o momentos de un extremo dolor, en que el paciente no fue capaz de sobreponerse sin evadirse de la realidad.
Personas normales que se encontraban en un punto muy bajo de su vida y que, sentían un dolor y un pesar tan grande, que cuando este volvía, hacían cualquier cosa para dejar de sentirlo. Pero que, a ojos de la sociedad, estaban estigmatizados y considerados desechos, personas débiles.
Hubo un paciente en concreto, con el que me impliqué demasiado. Era un chico de 19 años, migrante del este, jovencísimo y alcohólico. Empezó a beber a los 14 años, cuando murió su madre después de una larga enfermedad. Se quedó aquí solo y se encargaron de él los servicios sociales y los centros de menores, de los que no hacía más que escaparse y robar para conseguir alcohol.
Le detuvieron varias veces por hurto y alguna agresión. Una familia de gente adinerada empatizó mucho con su caso y lo adoptó, pero al ver que era tan conflictivo, le ingresaron en el centro.
Este chico, lo único que repetía en terapia era que echaba de menos a su madre. Que no era justo lo que le había pasado y que no podría volver a ser feliz nunca, por no haberla podido salvar. Lloraba en silencio y pedía disculpas por no saber ser mejor. Decía que no podía dormir sin estar borracho, porque entonces pensaba en ella y no podía parar.
Me partió el corazón tantas veces, que me metí de lleno y le dediqué muchísimas horas que no me correspondían, intenté ayudarle con todo lo que sé, pero un día, apareció claramente bebido en una de las sesiones grupales.
La persona que vi, no era el chico que yo había estado tratando. Era peligroso, agresivo y estaba lleno de rabia, amenazó a todo el mundo y casi provoca una pelea. Tuvieron que contenerlo y llevárselo a su habitación, hasta que cuando se encontró mejor, le comunicaron que estaba expulsado.
Aún lo oigo gritar mi nombre por los pasillos y pidiendo hablar conmigo, pidiendo que yo les explicase que era buena persona, que solo había sido un error y que necesitaba quedarse aquí, que estaba avanzando. Lloraba y cuando lo arrastraban fuera, gritaba el nombre de su madre. Fue un momento terrible que me enseñó hasta donde podía y debía implicarme con las personas.
Lo último que supe de él, era que se había escapado de casa y que su familia adoptiva no sabía dónde estaba. Durante un tiempo investigué y me moví para encontrarlo, pero al final tuve que desistir.
Esta es solo la historia que más me afectó mientras trabajé en ese centro, hay muchas personas más que no han tenido la suerte de ser atendidos por profesionales ni han recibido la empatía que merecen por parte de sus seres queridos.
El perfil del adicto es muy complicado y causa mucho dolor, pero es importante recordar que son personas normales que necesitan ayuda y no han sabido hacerlo mejor.