Soy una persona muy impetuosa y visceral, debo admitirlo.

Sin embargo, con los años he aprendido a controlar mis impulsos. Al menos aquellos que pueden acarrear un daño físico o poner en peligro mi trabajo, por ejemplo.

Mi inestable personalidad me ha dado algún que otro problemilla que he ido solucionando con mejor o peor fortuna, pero la faceta en la que más me ha perjudicado ha sido en el amor.

Cuando me enamoro, me enamoro como una loca.

Y ¿qué es lo que mejor ahuyenta a los hombres? Una loca de la colina que se cuelga de ellos como una mona y encima no se corta ni media ni trata de disimularlo.

Podría decir que esto lo he aprendido viendo pelis y series, pero no.

Lo he aprendido a base de ver a los objetos de mi amor huir despavoridos de mí y mi apasionada devoción.

De modo que llegué a un punto en el que entendí que, si no quería pasarme la vida recogiendo una y otra vez los pedazos rotos de mi corazón, debía empezar a relajarme, tomármelo con calma y contenerme un poquito.

 

Cuando conocí a X todo mi cuerpo quiso gritarle que por fin el destino nos había puesto en el mismo espacio y tiempo para cumplir una profecía ancestral sobre el amor más grande de todos los tiempos. Sin embargo, fui una chica cuerda y me limité a darle los dos besos de rigor, repetir mi nombre cuando él me dijo el suyo y volver a sentarme en el taburete junto a la amiga que nos acababa de presentar.  

 

Y el karma debió de tener en cuenta el gran esfuerzo de contención que realicé, porque fue él quien me pidió el número para llamarme y quedar otro día cuando nos despedimos frente a mi portal.

Mi antigua yo le hubiera dicho que subiera y habría vaciado un par de cajones de la cómoda para su ropa. Así era de intensa una servidora.

Todo fue saliendo a pedir de boca entre X y yo, por lo que comprendí que esa era la forma correcta de actuar y no cometí ninguna majadería espantanovios de las mías.

Fuimos avanzando en la relación como diría Luis Fonsi, pasito a pasito, suave, suavecito. De manual, en serio.

Estoy muy orgullosa, que lo mío me costó.

Fue él quien marcó el ritmo, además. Juro que yo solo me dejé llevar.

Pero, estábamos destinados, no se puede luchar contra eso. Por lo que cuando su compañero de piso le informó que se volvía a su pueblo, la posibilidad de que se mudase al mío surgió casi solita en la conversación. Apenas tuve que dejar caer las palabras ‘ahorrar’ y ‘total, ya sueles pasarte media semana aquí’.

Unos días antes de que dejara su casa yo ya le tenía medio armario vacío, una mesilla, dos cajones de la cómoda que siempre habían llevado su nombre, una balda del mueble del baño, una estantería del salón y hasta una alacena de la cocina. Lo que fuese para que mi chico sintiese que ese era su hogar.

 

Y me vine muy arriba con nuestro nuevo status de convivientes.

Le presenté a mis padres.

Organicé cenas de parejitas.

Nos compré pijamas conjuntados…

Dos días antes de la comunión de mi sobrina le pregunté qué se iba a poner.

Él apartó los ojos de la tele y me miró extrañado antes de decirme algo así como: ‘No creo que proceda que te acompañe. Acabamos de empezar a vivir juntos, no es que estemos casados ni nada’.

No sé, ahora soy consciente de lo mal que interpreté su actitud y sus palabras, pero entonces lo vi muy claro.

A esa comunión iba a ir sola, pero si tenía algún otro evento en un futuro próximo, acudiríamos ambos y en calidad de comprometidos. Joder, qué ilusión.

Soy una tía intensa, sí, y también moderna y feminista. Yo no necesitaba esperar a que él me lo pidiera.

Me puse manos a la obra y le recibí una tarde de la semana siguiente con la casa llena de velas encendidas, John Legend en el reproductor, la rodilla hincada en el parquet y una caja de joyería con un reloj carísimo dentro.

Así fue: rescaté de las profundidades a mi loca impulsiva interior, le di permiso para hacer lo que le viniera en gana… Me atreví a pedirle matrimonio a mi chico y… salió mal.

Había imaginado su cara de sorpresa convertida en un gesto de puro amor, un ‘sí’ salido de las entrañas, un abrazo con besazo final y el mundo y el resto de los planetas del sistema solar detenidos mientras nuestros corazones se fundían en uno solo para toda la eternidad.

¿Qué sucedió en la cruel realidad? Pues que se quedó paralizado en la entrada, con cara de susto y un pie atrás, listo para darse la vuelta y marcharse. Empezó a hablar, pero solo llegó a decir ‘uff, ¿qué haces?’.

Creo que estuve unos buenos segundos todavía con la rodilla sobre la madera y la caja del reloj en alto antes de que se dignara a pasar y cerrar la puerta. Pero pasaron unos cuantos incómodos minutos más hasta que finalmente me dijo que nos conocíamos solo de cuatro meses, que nos habíamos precipitado. Y que era mejor que echásemos el freno.

Metió unas mudas en una bolsa y se marchó sin añadir nada más.

Menuda cagada épica la mía.

Pero os diré que estoy bien. De lo contrario estaría llorando en mi sofá, sin duchar, en pijama y con una bolsa de Cheetos en la mano (esa fase ya la he superado).

Al principio creí que le había hecho correr bien lejos, pero después hablamos, — porque me llamó él, lo juro por mi abuela, que en paz descanse — quedamos para tomar un café y, aunque se ha mudado al piso de un colega, nos estamos viendo de nuevo.

 

Con caaaaalma.

¡Deseadme suerte!

M, futura esposa de X (¡Es broma!)

 

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