Que tener hijos no es nada sencillo es algo que sabe todo el mundo. Tanto si los tienes, como si no, sabes que no es moco de pavo. Y, cuando los tienes, te das cuenta de que es mucho más complicado de lo que creías. Yo recuerdo con un estremecimiento todos los miedos que pasé con mi primer bebé. Tenía tantas ganas de que creciera, me parecía que la crianza era mucho más sencilla una vez que los niños eran algo mayores, cuando ya van al cole y tal. Qué pava era. No tenía ni idea de lo duros que son los juegos de la conciliación. Madre mía, la que me esperaba. Qué duro descubrir que ya no te molan las fiestas navideñas ni la Semana Santa ni el verano.

Y, lo que es peor, qué pena de mis niños que nunca sabrán cómo eran las vacaciones para mí. Me costó un mundo asumir que mis hijos no podían permitirse dormir hasta la hora que quisieran. Ni pasar el día jugando o en la playa, como hacía yo. No.

Los míos, como muchísimos otros, iban a la escuela infantil once meses al año. Libraban solo durante las vacaciones de Navidad y verano que nos cogíamos siempre su padre y yo. Los pobrecillos. Sin embargo, cuando llegó el primer verano desde que empezaron en el colegio, me planté. Nada de seguir cogiendo las vacaciones juntos, tocaba conciliar. Es decir, tocaba repartirse esas semanas para estar en casa el máximo posible y que los niños no tuvieran que pasarse todo el verano de campamento en campamento. Menudo pollo tuvimos. Un señor capón. Mi marido no estaba para nada de acuerdo. No quería renunciar a la posibilidad de viajar en familia, aunque ese fue el único argumento válido para mí. El resto era todo cuestión de librar. De librarse de sus propios hijos el mayor tiempo posible, básicamente.

Puede parecer una tontería, pero esa bronca me abrió los ojos. Hasta entonces había estado pasando por alto las señales que luego empecé a ver por todas partes. Al padre de mis niños no le preocupaba en absoluto su infancia ni su bienestar. Si por él fuese, nuestros hijos empatarían las clases con las extraescolares, el final de curso con los campamentos de verano y, lo que queda, se lo pasarían encerrados en el piso de sus abuelos.

Ese primer año me pilló el toro y solo pude darles libres tres semanas. Algo que no ha vuelto ocurrir más. Nos divorciamos unos meses más tarde y, desde entonces, los juegos de la conciliación son mucho más llevaderos. Ahora que nos dividimos para ocuparnos de ellos, dependemos mucho menos de los dichosos campamentos de verano. Porque yo estoy feliz de estar con mis hijos y porque a él ahora le duele más la pasta que cuestan.

 

Me divorcié por las vacaciones de mis hijos

 

Es cierto que había más cosas que fallaban entre nosotros, pero no es menos cierto que el tema de los niños fue un factor determinante para decidirme. Así que, si me preguntan por qué me divorcié, puedo decir que por las vacaciones de mis hijos. Y porque no soportaba su falta de implicación ni que se la sudara su calidad de vida. Obvio.

 

Anónimo

 

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